Un tipo común de lo más extraño
La modificación del título original es leve, pero el resultado es una significación mentirosa: no hay nada increíble, al menos a primera vista, en la vida de Walter Mitty. Más bien todo lo contrario, ya que si hay algo claro desde la secuencia inicial es que se trata de un mero engranaje del sistema, un ser absolutamente ordinario, dubitativo, tímido y con el autoestima por el piso. Pero cuando su mente se dispare hasta límites superheroicos mientras espere el tren para ir a su trabajo como responsable del departamento de negativos en la revista Life, se verá que el tipo es bastante más raro de lo que parece. Lo mismo que la película toda. El opus cinco como realizador de Ben Stiller es un artefacto chupasangre de géneros y formas que no teme ir siempre por más, en amalgamar lo mejor y lo peor del cine independiente marca Sundance, en coquetear con el ridículo y la moraleja fácil sin que esto implique descuidar el amor por sus personajes. El resultado es, entonces, una película cálida, anárquica, cómica, optimista, melanco, sincera, humanista, irregular, ambiciosa e imperfecta. Todo a la vez.
No es cualquier nombre el de Walter Mitty. Creado a fines de los ’30 en un relato breve del escritor James Thurber publicado en la revista New Yorker, es utilizado por el argot norteamericano (“To be a Walter Mitty”) para referirse a aquellas personas que buscan evadirse de una vida rutinaria imaginándose que son otras diferentes. El de Ben Stiller lo hace para oponerse a una realidad emocionalmente solitaria y laboralmente poco venturosa, ya que Life acaba de entrar en la recta final del traspaso definitivo del papel al digital y su puesto sería uno de los recortados. Esto, independientemente de que sea uno de los empleados favoritos del fotoperiodista estrella Sean O’Connell, en cuyo último envío está la que él cataloga como una de las imágenes más impresionantes de su carrera. Ideal para darla como tapa del último número impreso, entonces. Lástima que Walter no la encuentra. Desesperado ante las requisitorias y el liso y llano boludeo del flamante gerente (Adam Scott, en un personaje sacado de una de Will Ferrell), e incentivado por su compañera de trabajo y musa habitual de sus fantasías (Kristen Wiig), Walter se encaminará en una travesía para dar con la bendita imagen. Travesía tanto física como espiritual, ya que no sólo lo llevará hasta Groenlandia e Islandia, sino también a un descubrimiento personal.
Leído así, podría pensarse que el film es una fantasía de “afirmación y autoayuda”, como publicó algún crítico. Pero el director es Ben Stiller, por lo que todo ese coqueteo con la fabulita banal de autodescubrimiento podría operar como un ejercicio autoconsciente de uno de mayores –y mejores– conocedores de los mecanismos cinematográficos actuales, los mismos que ya había triturado, deglutido y devuelto a la pantalla con forma de dos comedias bestiales como fueron Zoolander, Una guerra de película y la serie The Ben Stiller Show. Pero si el film no está a la altura de aquéllas es porque su voracidad deviene en una tendencia generalizada a la dispersión narrativa y su preocupación por el protagonista en una amabilidad demasiado “guionada”, ladeándose por momentos a la condescendencia y el paternalismo. Algo curioso en un director cuya filmografía se caracterizaba por personajes oscilantes entre la egolatría, el cinismo, la bondad, la negrura y la estupidez. Así, La increíble... termina siendo la película más tersa y amigable de Stiller, a la vez que la menos sofisticada, marcando además una expansión formal y temática en su universo habitual. Universo que, urge remarcarlo, se mantiene tan felizmente impredecible como siempre.