El juego de las diferencias.
La mayor inocencia de La inocencia es llamarse como se llama, teniendo por protagonistas a dos niñas de seis años. Un chico que llora para llamar la atención, algunos otros que juegan a pegarse, uno que inventa mentiras, celos a la hora de elegir al mejor compañero y ciertas intrigas femeninas no bastaron para modificar el título de este documental dirigido por Eduardo de la Serna, uno de los tres realizadores de El ambulante. Seguramente no es casualidad que aquel otro documental de 2009 hiciera foco en un niño grande, un hombre casi septuagenario que recorría pueblos perdidos invitando a los vecinos a filmar películas caseras, mientras dormía de prestado en edificios públicos. En este caso, De la Serna opta por comparar las infancias de una niña urbana y una del interior provinciano a lo largo de un año, haciendo hincapié en la escolaridad de ambas. Aunque toda comparación suele llevar a una conclusión, en este caso no es así en lo más mínimo, ya que el realizador se cuida muy bien de no imprimir una dirección de sentido a ese paralelismo, dejando que las paralelas corran solas.
Morena es morocha y de ojos tan grandes como el cliché suele atribuirles a los chicos. Gaby no. Morena vive junto a su mamá en un departamento y no hay rastros del padre, más allá de una mención durante una reunión con una psicóloga, en la que queda claro que a ella no le resulta fácil elaborar su ausencia. ¿Quiere decir acaso que el padre falleció, que se fue lejos? Se supone que si se tratara de una simple separación el padre debería aparecer a lo largo de ese año. A menos que haya sido muy traumática. Documental de observación que lleva sus postulados de no intervención al límite, La inocencia deja este hiato gigante tal como está: intocado. Gaby vive junto a sus padres en una humildísima casita de material, en un paraje curiosamente llamado La Ciénaga, en la localidad de Jáchal, en San Juan. Cursa primer grado en una escuela rural en la que son media docena de alumnos en total, con una única maestra para todos, en una única aula, por lo que puede verse. Como es de imaginar, aprender a leer y escribir se le hará más fácil a Morena que a Gaby, producto de una mayor estimulación del ambiente y de la escuela misma.
La política de observación adoptada por De la Serna es extrema, poniendo incluso en riesgo el factor comunicación. El realizador aplica un formato por el cual sigue alternativamente a ambas niñas de mes en mes, desde el comienzo del año lectivo, en febrero, hasta su finalización en noviembre. No hay otro eje, estructural, organizativo o temático, más allá de ese. Como tampoco hay un punto de vista que se desprenda del film. Queda a cargo de cada espectador hacer su propio recorrido a través del film. En tren de impresiones personales, al cronista lo tocaron distintas formas de autismo institucional, que aparecen en la película como obvio reflejo de una realidad exterior.
Durante un recreo en el colegio privado de clase media al que asiste Morena, un chico se escuda detrás de una maestra, como si ésta fuera un objeto, mientras otro chico lo busca, dando vueltas alrededor del objeto-maestra. Esta mira a lo lejos, como sin registrar a ninguno de los dos, aturdida tal vez por algo que no puede controlar. Luego se quejará del “caos absoluto” que fue el recreo. Tanto las maestras como la directora tratan a los chicos de primer grado de usted. Un trato absolutamente artificioso, ostensiblemente falso. Durante la celebración del Día de la Independencia en la escuelita sanjuanina, la directora no imagina angustias patrióticas ni se excusa por su estado de agotamiento, pero se expresa ante su media docena de alumnos y una docena de padres humildísimos con un lenguaje que sólo puede calificarse de escolar, en el sentido de que es como un idioma extranjero. Idioma que ninguno de los presentes está en condiciones de entender. Sin embargo aplauden, cerrando un círculo de mentiras compartidas, en el que una hace como si la entendieran y los otros como si les interesara.