El documental de Eduardo de la Serna muestra a dos niñas, Gabi y Morena, afrontando primer grado. A la corta edad de los seis años, la iniciación en el mundo de reglas y códigos (todavía secretos) es donde se comienza a forjar un camino.
Este documental viaja junto a las niñas, una de Capital Federal (Morena), y la otra, de San Juan (Gabi), en ese urgente recorrido. El juego de espejos resulta obligado, y también, natural. En esos mundos que se entrelazan (y chocan) se ve la distancia que habita dentro del mismo territorio argentino. Los dilemas y goces son semejantes, lo palpable, diferente. Mientras uno se emociona viendo una rueda de un molino, otra lo hace con la de una noria de shopping. Lo lacónico y lo grandilocuente. Esa es la sinceridad del documento. ¿Cuán lejos están esas niñas? ¿No se teme acaso a la misma oscuridad? Sea con una vela o una luz de noche, alejar los fantasmas, siempre es un ritual de la infancia.
Entonces uno puede sentir como esas dos niñas son hermanas, sufriendo similares problemas, pero también, acuciadas por otros.
¿Es más feliz la niña del campo o la ciudad? Uno se asombra con la tensión, la ansiedad y angustia, con la que convive Morena. El ritmo imperioso, la competencia constante. Se descubren problemas adultos. San Juan permite otras maneras, otros tiempos. Pero muestra otras dolorosas carencias. Cada una de nuestras protagonistas debe afrontar la vida que se le viene encima, y quizás, sin espacio posible para la libertad. Unos por privaciones, otros por excesos.
Uno de lo más momentos notables de la película se da cuando se muestran en paralelo los chicos de la capital viendo una película, y los de San Juan, jugando en una casa abandonada. En este último la imaginación irrumpe, se perciben mentes que fantasean y respiran. Mientras, la ciudad congela delante de una pantalla, entrega una visión empaquetada que uno ya sabe (por lo que se observa) es uno de los pocos límites para el habitual atropello y estampida. Niños que no tienen tiempo para remontarse por encima del cemento. Cuando los juegos coinciden con el barro y la tierra, uno no puede dejar de sentirlos iguales. El suelo es el mismo. Y si se da el lugar, puede que vean que el cielo también.