Este primer documental de Andrés Perugini a estrenarse mañana en el Goumont, nos muestra la casa como espacio habitable que congrega, como refugio íntimo que registra nuestro paso efímero bajo su techo, y que, entre otras cosas, da cuenta fidedigna de nuestra fragilidad pocas veces asumida. La casa es, a fin de cuentas, un receptor vivo de la memoria de sus habitantes que de forma versátil se adapta, cambia y resiste como ninguno, el olvido y la indiferencia.
La lluvia de Germania acompaña los pasos de Irene, abuela del director, quien deambula por su casa relatando historias pasadas mientras toma mate o retoca las flores del jardín. En esta primera parte, los planos movidos, el sonido imperfecto y la sensación frenada de la mecánica del zoom nos hablan de un archivo sensible y personal: probablemente una gema con la que el realizador se encontró a posteriori y que muy seguramente iluminó su camino. Sin embargo, prontamente el relato encamina su intención y nos prohíbe cualquier atisbo de apego. Todo ha sido una excusa para hablarnos de lo que queda tras ella, lo material, las repartijas, los objetos, el papeleo, la casa, el viaje de la esencia de Irene que algún día impregnó el lugar.
En esta segunda parte el punto de vista cambia, la imagen se estabiliza, el entrevistador enmudece y el sonido, fina especialidad del director, renace perfecto. El documental se transforma y escala, nos sacude con gruesas preguntas que no se responden hasta el final. En este nuevo momento sentimos como si Irene se apoderara de la cámara y sin aviso se atrincherara en la casa a observar y documentar la parsimoniosa liturgia de su partida. Vemos entonces a su memoria difuminarse junto a los objetos que se mueven, se acomodan y se van. Es finalmente el desmantelamiento del lugar lo que materializa su ausencia, y es justamente eso lo que la cámara registra con agudo tacto.
La forma de narrar de aquí en más es sutil e inteligente, manteniendo un punto de vista interior en posición fija, escondida del trajín, pero atenta al avance del vacío. Las formas y rincones, los gatos, flores y ventanas que sintieron su presencia se vuelven objetos de contemplación viva. El movimiento silente de los planos vacíos y el hombre que fijo mira el suelo del garaje, repasando un pasado que ignoramos, representan el alma profunda y esencial del documental de Perugini, recordándonos duramente que “de esta no se salva nadie”, como en algún momento insinúa uno de los personajes.
Por último, intentando responder la pregunta que el director se hace en la sinopsis: ¿Es posible borrar las huellas del pasado?, nuestra conclusión sería que no. La historia nos cuenta que el vaciamiento de todo aquello que fue, da lugar a un nuevo comienzo, a la restitución de la casa como receptora de un nuevo tiempo íntimo. Sin embargo, esta nueva construcción, de ningún modo borra la huella del pasado que allí algún día fue presente. Prueba fehaciente sería regresar y mirar esos rincones retratados por este indispensable y emotivo documento audiovisual, y sentir, por un momento, a dónde nos lleva.