Con la discutible pátina de film apto para todo público o directamente infantil, La invención de Hugo Cabret es en realidad una película destinada al más incondicional y militante cinéfilo en estado puro. Con lo cual, queda claro que un niño se va aburrir a los pocos minutos de verla, por más que un personaje de su edad la protagonice. Dejando en claro este detalle, el último trabajo del gran Martin Scorsese es un descomunal homenaje al cine, quizás uno de los más abarcativos que ha dado la cinematografía en su ya no tan corta historia. El director de Cabo de miedo, como parte de un giro
expresivo que está llevando a cabo en los últimos años, desarrolla en este film temáticas casi nunca exploradas en su fértil y febril
trayectoria.
Con la presdigitación de un mago, como lo fue en sus orígenes Georges Méliès, principal destinatario del gran tributo que representa Hugo (a secas, en su título original) va construyendo su acto de hechicería buscando el más depurado arte y virtuosismo. A pesar sus denodados esfuerzos, no siempre lo consigue a lo largo del metraje, pero sin dudas que alcanza picos de altísima calidad técnica, visual y expresiva en su obra, imposible de ser apreciada
en otro ámbito que no sea una sala cinematográfica. Porque La invención de Hugo Cabret es la más excelsa ofrenda a los inicios de ese vehículo audiovisual que tuvo varios nombres hasta ser denominado como cine. Queda claro que Scorsese hace años guardaba en su alma la chance de plasmar su propio Cinema Paradiso, incluyendo el protagonismo de un niño, cosa que concreta con una trama distintiva de la inolvidable pieza de Giuseppe Tornatore, cuyo espíritu flota sin dudas en el apasionante desenlace.
Con interpretaciones soberbias de Ben Kingsley, Sacha Baron Coen y otros talentos, Hugo pudo haber dado aún para más, pero nada ni nadie le va a quitar su propiedad de obra que, con pocos parangones en la historia, homenajea el indudable legado del séptimo arte.