Más nostalgia que invención
Hay en esta nuevo largometraje de Martin Scorsese (1942, New York, EEUU) un claro propósito de volver la mirada a los comienzos del cine –rescatando el recuerdo de las sensaciones que provocaban las primeras proyecciones y el empeño creativo de sus pioneros– conectándolos, en cierto modo, con el cine contemporáneo. Los sobresaltos de los espectadores ante el acercamiento del tren registrado por los Lumière se repiten con otro tren, que parece echarse ahora encima gracias al 3D, y lo mismo ocurre con el vértigo que debe haber experimentado el público del cine mudo al ver a Harold Lloyd colgando de las cuerdas de un reloj en los altos de un edificio, o la sorpresa ante la graciosa luna de Georges Méliès: ambos vuelven a cobrar fuerza, un siglo después, gracias a los progresos tecnológicos actuales.
Acoplando el pasado con el presente, Scorsese pareciera estar uniendo dos puntas, aunque hay, también, otros guiños igualmente disfrutables, como cuando el niño protagonista hojea con su amiga un libro sobre la historia del cine y aparecen fugazmente fragmentos de antiguas películas. Esos momentos, que pueden parecer triviales señas para iniciados, permiten apreciar porciones del cine mudo en condiciones ideales, agregándose referencias a las consecuencias de la indiferencia en la preservación del material audiovisual, todo lo cual no es extraño teniendo en cuenta que Scorsese, además de ser un inquieto cinéfilo, lidera la World Cinema Foundation, destinada a ese fin.
Para plasmar estas reflexiones y evocaciones, el director-productor se valió de una novela gráfica de Brian Selznick, sobre un chico huérfano llamado Hugo Cabret, que se oculta en una estación de trenes en la París de los años ’30 y que, de manera fortuita, descubre que un hosco comerciante resulta ser un cineasta olvidado. Los primeros tramos del film no se separan del pequeño Hugo, injustamente maltratado por casi todos, moviéndose en ámbitos cargados de relojes, muñecos, juguetes antiguos, pequeños objetos, puestos de flores, calles nevadas y personajes pintorescos, adoptando una estética que parece cruzar a Oliver Twist con Amélie.
Un poco como ocurre en Las aventuras de Tintín, la meticulosidad de la dirección artística y el exceso de detalles llevan al espectador a la sensación de estar frente a una mesa repleta de manjares que cambia cada cinco segundos, sin saber cómo hacer para aprovecharlos sin perderse ninguno. El refinamiento con el que Scorsese despliega tantas piezas trae el recuerdo de La edad de la inocencia (1993), aunque en algunas de sus películas más recientes, como El aviador (2004) o La isla siniestra (2010), exhibía, de la misma manera, una puesta en escena cargada de pormenores. Afortunadamente, en La invención de Hugo Cabret no hay abuso de travellings aéreos ni de escapes a toda velocidad, aunque hubiera sido deseable evitar la frialdad de algunas reconstrucciones, la omnipresencia de la música y un final en el que todos (incluyendo el policía maltratador de niños) quedan cubiertos por un manto de nobleza.
El film se presenta con la exquisitez de un antiguo libro de cuentos ilustrado, luciendo mejor como homenaje que como relato. No es esto lo que más puede discutírsele, sin embargo: si declara su amor a los comienzos del cine, cuando todo era original, creativo y audaz, cabe preguntarse por qué Scorsese lo hace recurriendo a una historia tan tradicional, casi didáctica. Las herramientas que utiliza pueden ser equivalentes a las que empleaba en su tiempo Méliès para sorprender a los espectadores, pero sin el espíritu libre, lúdico, intuitivo, del ilusionista francés. Se diría que su admiración por Méliès lo lleva a recrear la existencia de aquél haciéndola popular y seductora, pero no a tomarlo como ejemplo y aportar algo nuevo.
Ilustrar con encanto una buena historia es meritorio, pero más lo hubiera sido servirse de las enseñanzas del biografiado para lanzarse con menos cálculo al riesgo y la aventura.