Magia en estado puro
El gran Martin Scorsese nos tiene acostumbrados a un cine polémico, casi siempre violento y descarnado, pero nunca intrascendente. Sin embargo, con "La invención de Hugo Cabret" nos regala una clase magistral de cine familiar, repleto de ternura, magia, melancolía y belleza sin tiempo. La película, que consiguió 11 nominaciones al Oscar, es en rigor un sentido homenaje a George Méliès, precursor del cine como espectáculo. Aunque, por extensión, también rinde un tributo al arte en general y sobre todo a la literatura. De hecho no hay una sola escena en la que no haya alguna referencia explícita a los orígenes de leyenda que tiene Hollywood o a las obras de escritores como Julio Verne.
Hugo, un huérfano que vive oculto de la Policía, pasa sus días mirando como un voyeur lo que sucede en la estación central de París de la primera mitad del siglo XX. Allí busca engranajes que lo ayuden a reparar un complejo robot "autómata" que su padre relojero no llegó a componer antes de morir. Atormentado por la pérdida de su progenitor y perseguido por el guardián de la estación, el pequeño busca desesperadamente encajar en el engranaje de la vida y supone que la respuesta está en el autómata. Es en esa París de ensueño -en la que los niños huérfanos son tratados como delincuentes juveniles- donde Hugo se encontrará con Papá George, un juguetero de la estación de tren que esconde un secreto de su pasado ligado al cine.
Con una narración impecable, una banda sonora perfecta -enorme Howard Shore-, una fotografía deliciosa y un montaje a veces difícil de creer por su planificación, Scorsese nos entrega dos horas de magia en estado puro en las que, entre otras cosas, podemos deslumbrarnos ante el mejor homenaje jamás rodado de la llegada del tren a la estación de la villa de Ciotat o con un increíble paseo por los tiempos de Méliès de la mano del arrebatador Ben Kingsley.
Por momentos la película recuerda levemente a "Cinema Paradiso", el filme de Giuseppe Tornatore que también rindió un nostágico e inolvidable tributo al cine. Sobre todo cuando aparecen algunas escenas de filmes de Chaplin o del mismísimo Méliès. Es en estos momentos cuando la historia adquiere ribetes de antología y la fantasía comienza a fluir a borbotones, como si se tratara de un río incontrolable. Un devenir incesante de la imaginación en el que hay algunos clichés, como los personajes de la estación (los viejos enamorados, la florista, el guarda) o escenas previsibles (como el momento en el que Hugo casi es arrollado por un tren). Sin embargo, semejantes deslices no alcanzan a opacar el inmenso brillo de esta película. Eso sí, uno se queda con las ganas de ver más al mítico Christopher Lee, en el rol del bibliotecario misterioso que ayuda a desplegar la fantasía de Hugo. Al final, el mensaje es claro y contundente: toda vida tiene un propósito. Y, por eso, tenemos que animarnos a vivir nuestros sueños.
Mención aparte merece el formato en 3D, herramienta ya prácticamente desvirtuada por su abuso comercial pero que en esta película está puesta al servicio de la fantasía. Tremendo regalo. Y una recomendación: se trata de una película familiar, pero son los adultos los que mejor podrán disfrutar de toda su exquisitez.