Sortilegio con el sello del viejo Woody Siempre resulta gratificante para el espectador reencontrarse con un director que se ocupa de contar con mano firme pero sin estridencias una historia en apariencia simple. Pero, como sucede en la vida misma, las apariencias engañan. Porque, nada tiene de simple esta historia de amor ambientada en los locos años 20. De hecho, desde la primera escena Woody Allen deja en claro que la ilusión será el hilo conductor que hilvanará las vidas de los protagonistas. Stanley Crawford, un mago famoso en la segunda década del siglo XX, es un escéptico que no cree en la existencia de ningún tipo de “magia real”: ni mediums, ni sanadores, ni nada relacionado con lo espiritual. Podría decirse que es un clásico personaje “woodynesco” que aquí tiene una interesante variante ya que lo encarna Colin Firth sin hacer, como muchos otros, una imitación del propio Allen. Un amigo suyo, mago también, le pide que viaje a la Riviera francesa para desenmascarar a una joven mujer estadounidense que está seduciendo a varias familias millonarias con sus asombrosas visiones. Decidido a descubrir sus trucos, empieza a sorprenderse con los conocimientos y habilidades de esta chica (la impecablemente bella Emma Stone), al punto de dudar de sus fuertes convicciones y de su escepticismo. Lo que sucede, claro, es que Crawford se enamora de la joven. El resultado es una divertida historia de amor sin mayores pretensiones que la de encantar al espectador -ciclópea tarea, por estos días- con detalles formales de gran elegancia. Los datos sobre cada uno de los personajes terminan por encajar a la perfección, de manera que no hay cabos sueltos ni zonas ambiguas en la construcción de la historia. Y todo esto, hay que decirlo, gracias a las sólidas actuaciones de un elenco que a todas luces parece haber disfrutado de su trabajo. Colin Firth, siempre correcto, es acompañado por una Emma Stone deliciosa que compone un papel equilibrado con maestría y candor. Imposible no caer rendido ante sus hechizos.
Acción que naufraga por sus excesos Cuando “Sin city” irrumpió en los cines hace nueve años, la industria del entretenimiento entró en shock. Con su estética negra en versión cartoon, la película consiguió una legión de seguidores y un guiño favorable de la crítica. El éxito en la taquilla fue instantáneo y, por esa razón, el estreno de esta segunda parte había despertado una gran expectativa en todo el mundo. Pero utilizar la misma fórmula, con los mismos directores y prácticamente el mismo elenco, no asegura exactamente los mismos resultados. Sin el efecto sorpresa de la primera vez, aunque volviendo a la violencia machista y misógina de la primera entrega, “Sin city 2” defrauda de principio a fin. No es que esté mal hecha. Por el contrario: tiene una estética impecable y la belleza de sus cuadros superan el nivel de la película original. Pero, para ser sinceros, la narración no aporta nada nuevo y, por momentos se extravía con divagues innecesarios. El elenco de estrellas, en el que se destacan Mickey Rourke y Bruce Willis, está lleno de caras famosas, pero en muchos casos son rostros casi irreconocibles por la estética de la película. Algunas apariciones especiales, como por ejemplo la de Lady Gaga, agregan algo de curiosidad pero no mejoran sustancialmente la película. Sólo Eva Green supo explotar su rostro de mujer mala y aporta algo de brillo a este fallido policial noir. Las diferentes historias que conforman el relato, y que se van cruzando, son a todas luces desparejas y poseen diferentes niveles de interés. Mujeres fatales -casi siempre desnudas-, policías corruptos, alcohólicos desesperados, perdedores de todo tipo y personajes del policial negro se pierden en un exceso de estética que termina convirtiendo todo en una improvisada y sangrienta comedia. Las sutilezas maravillosas que Frank Miller y Robert Rodríguez desplegaron a la perfección en la primera película están aquí ausentes. Prácticamente no hay matices. Y eso se paga caro. Los que gozaron con la película de 2005 se podrán entretener un rato. Pero seguramente mirarán el reloj más de una vez.
Una pesadilla con forma de laberinto Los universos distópicos (término que alude a una sociedad ficticia indeseable en sí misma) son la nueva obsesión de Hollywood. Después del éxito alcanzado por “Los juegos del hambre” y la más reciente “Divergente”, llegó a las salas tucumanas una nueva historia que aspira a convertirse -como las anteriores- en una saga de ciencia ficción bien plantada. Y, para ser sinceros, tiene con qué. Basada en la novela de James Dashner “Maze Runner: correr o morir” atrapa de principio a fin con una narración precisa y exenta de los vicios típicos del cine para adolescentes. De hecho, en la primera mitad del filme hay escenas que ponen los pelos de punta y que marcan una diferencia notable con, por ejemplo, “Los juegos del hambre”. Entre náuseas y pánico, un adolescente despierta dentro de un vertiginoso ascensor enrejado que lo conduce hasta un extraño campamento de chicos, rodeado de enormes paredones sombríos. Esos paredones ocultan un insondable laberinto que todas las noches cambia de forma. Para colmo, ese entramado de pasadizos está habitado por unos seres espantosos, los “penitentes”, que amenazan con matar cruelmente a aquel que se atreva a cruzar. Pero el recién llegado Thomas (atención con el trabajo del joven Dylan O’Bryen) revierte este miedo y rápidamente se convierte en líder del grupo. El director Wes Ball se esmeró hasta el delirio por pulir las imágenes y otorgarle a la narración una fluidez inusual. Incluso se aleja de fórmula que establece que para ganar la atención de la platea adolescente hay que plantear romances y escenas amorosas. Nada de eso sucede en esta película. Ni siquiera cuando aparece la primera chica que pone de cabeza al grupo de renegados, algo que se agradece con énfasis. Los que busquen ciencia ficción de la mejor, encontrarán en esta película un entretenimiento que los mantendrán atados a la butaca. Tal vez lo más flojo sea el final abrupto que deja abierta la puerta hacia una segunda parte. Pero el disfrute está asegurado.
Adicciones repartidas Adam, Mike y Neil son tres adictos al sexo que no pueden mantener relaciones profundas y duraderas. Los tres desgranan sus vidas en el consultorio de un programa de recuperación, pero cada uno intentará resolver a su manera las adicciones que comparten. En esta película del debutante Stuart Blumberg hay una cadencia imposible de obviar: su relato transcurre entre el drama y la comedia. Y, por eso mismo es imposible de clasificar. Es una comedia (hay situaciones divertidas que convierten al espectador en cómplice de los personajes), pero también es un drama (porque su tema central es la adicción al sexo) y un filme romántico (porque los personajes -al fin y al cabo- también se enamoran). Y aqui radica la blandura del filme. Sí, porque la principal habilidad del director (que fue coguionista de “Mi familia”) es precisamente, la de inyectar humor en diálogos sobre asuntos que no son risueños; pero en esta película esos cambios de tono a menudo suenan discordantes y en algunas oportunidades, forzados. Mark Ruffalo, en el rol de soltero atractivo que ve peligrar su estabilidad cuando conoce a una mujer (Gwyneth Paltrow) que tiene fobia a cualquier tipo de adicción. Mike (Tim Robbins) es su consejero, también adicto y Neil (Josh Gad) es un joven médico que apuesta por la autosatisfacción. Los tres ven peligrar su futuro a causa de sus obsesiones sexuales. En el medio aparece una llamativa chica pop, interpretada por Pink, que se convierte en el principal acierto del filme. La historia entretiene, hace pensar y divierte, pero sin demasiadas pretensiones.
Contundente parábola sobre la evolución Una nación en crecimiento de simios evolucionados genéticamente y que están dirigidos por su líder César, se ve amenazada por un grupo de sobrevivientes de una letal epidemia que ha dejado a los humanos al borde de la extinción. La paz se mantiene, pero en forma frágil. La guerra es inminente y de ella saldrá la nueva especie dominante del planeta. Apenas transcurridos los primeros minutos del filme se tiene la sensación de que lo que va a venir es una película de las buenas. De esas que no dan respiro y que mantienen al espectador atornillado a su butaca hasta bien entrados los créditos finales. Y es que esta nueva entrega de la saga “El planeta de los simios”, supone un paso adelante en la concepción del best seller de Pierre Boulle que ya tuvo una primera aproximación en 1968, con Charlton Heston como protagonista. Sí, porque en “Confrontación”, la trama adquiere un dramatismo contundente y sostenido que ya había sido esbozado en “El planeta de los simios: (R) Evolución” (de 2011): han pasado diez años desde los sucesos que terminaron en el Golden Gate con un violento enfrentamiento entre simios y humanos. César y los suyos se han instalado en el bosque y han progresado como sociedad de simios inteligentes. Mientras tanto, una epidemia que se inició una década atrás, ha diezmado de forma terrible a la especie humana. La tregua entre primates y hombres se mantiene hasta que uno de los bandos decide romper ese equilibrio. Entonces sobreviene el infierno. Como se ve, la historia mantiene la coherencia y la lógica del primer filme y ese es uno de sus grandes logros. El otro tiene que ver con su impresionante factura técnica. La perfección de los simios creados por computadora apabulla; a tal punto que los actores de carne y hueso se diluyen y pierden protagonismo ante unos simios que incluso llegan a conmover con sus “actuaciones”. En este sentido, el trabajo de Andy Serkis es magistral. Convertido ya en un experto en la técnica de captura de movimiento, Serkis -quien también dio vida al inolvidable Gollum de “El señor de los anillos” y al temible pero querido gorila gigante de “King Kong”- compone a un César “humanista” que se debate entre lo correcto y lo desacertado; entre lo moralmente aceptable y lo sencillamente despreciable; entre lo civilizado y lo bárbaro. Tal como si fuera un líder humano. Y, de alguna manera, este minucioso trabajo de Serkis obliga a repensar el tema de la actuación en la era digital. ¿Serán los actores del futuro imágenes virtuales? ¿Podrán esas imágenes expresar los mismos sentimientos que los actores humanos? Esta película permite suponer que sí, aunque en este tema aún hay mucha tela para cortar. Mención aparte merece el trabajo de Gary Oldman (siempre correcto) en el rol del líder de los humanos. El resto del elenco acompaña con esmero y sin descarrilar. Pero, sin lugar a dudas, el disfrute verdadero está en los simios. Ellos son las estrellas del filme.
Un regreso que termina en naufragio Los nuevos bañeros, junto a una espectacular guardavidas, llegan a las playas de Mar del Plata contratados por la dueña de un balneario para que se enfrenten con un malvado empresario que quiere quedarse con todo el negocio. Con la ayuda de los animales marinos del acuario de la ciudad los bañeros conseguirán salvar la playa y a sus habitantes. El director Rodolfo Ledo no hizo demasiado esfuerzo para perfilar esta incomprensible producción nacional: apostó al entretenimiento fácil sin siquiera tenerle miedo al ridículo. Y el resultado no puede ser peor. Por momentos cuesta creer lo que se ve en la pantalla: una historia inconsistente, narrada a las apuradas y hasta con desgano, con publicidades encubiertas imposibles de admitir en el cine e, incluso, con chistes tan poco elaborados que ni siquiera divierten a los más chicos. Está claro que la franquicia inaugurada en 1987 con “Los bañeros más locos del mundo” está casi muerta, y que esta suerte de regreso improvisado es sólo un intento frustrado de resucitar algo del éxito que consiguió aquella primera propuesta. Esta vez la historia se centra en cuatro empleados de un restaurante que son convocados por el encargado de un balneario, cuya propietaria lo amenaza con despedirlo si no logra atraer a los turistas. Los amigos aceptan el encargo, aunque ni siquiera saben nadar. Mientras tanto, un poderoso empresario intenta apoderarse del lugar. Si bien las películas de esta saga nunca descollaron por sus guiones, algunas de ellas (sobre todo la primera) pudieron cumplir con su cometido de divertir a la platea. Pero esta última producción ni siquiera consigue eso. No sólo porque apela a un humor absurdo, sino porque plantea una estética propia de “ShowMatch” o “Peligro sin codificar”. En consecuencia, los actores deambulan como si estuvieran en un estudio de TV: hacen gestos forzados, gritan hasta la demencia y exhiben todos los vicios de la mala televisión. Mariano Iúdica, en el colmo del delirio, pasea sin vergüenza sus limitaciones como una suerte de galán devaluado. Y Fátima Florez sólo se dedica a imitar -no se sabe bien por qué- a Moria Casán o a Susana Giménez, mientras Karina Jelinek y Luciana Salazar pasean sus atributos sin abrir demasiado la boca. Tal vez por eso los animales del acuario son, sin lugar a dudas, lo mejor del filme.
Ambiciosa fantasía criolla Es difícil que una película destinada a un público infanto- juvenil logre romper las barreras de la edad para imponerse también en el complejo mundo de los adultos. Lo consiguieron “E.T. El extraterrestre” y “La invención de Hugo Cabret”, entre otros de una corta lista que también incluye clásicos como “La novicia rebelde” o “Mary Poppins”. Esto se debe fundamentalmente al tratamiento que recibe la historia en su paso del libro a las imágenes. “El inventor de juegos” enfrenta ese problema. El paso de la exitosa novela del argentino Pablo de Santis a la pantalla, a través de la lente del también argentino Juan Pablo Buscarini (“El arca” y “El ratón Pérez”) no alcanza la fluidez necesaria para transformar la película en un producto masivamente seductor. Aun disponiendo de todos los ingredientes que hicieron famosos otros tanques de Hollywood (un niño que queda huérfano y debe vivir en un tétrico internado, una amiga cómplice de sus aventuras, un misterioso tatuaje y un diabólico enemigo) esta historia, por alguna razón, no consigue conmover profundamente. Por momentos, es inevitable la comparación entre Iván Dragó, con el super exitoso Harry Potter. Sin embargo, esta superproducción de capitales argentinos, italianos y canadienses es impecable desde el punto de vista técnico y visual. La fotografía del alemán Roman Osin (“Orgullo y prejuicio”) es sorprendente y consigue transportar al espectador a ese universo repleto de realismo mágico que propone la novela de Pablo de Santis. Una mención especial merecen los protagonistas. El joven actor David Mazouz tiene la suficiente habilidad y carisma para llevar adelante la película al igual que su coprotagonista Megan Charpentier (la temible niñita de la película “Mamá”). Ambos están bien acompañados por un elenco de figuras internacionales entre los que se destaca Joseph Fiennes, hermano de Ralph, que interpretó a Lord Voldemort (¿pura casualidad?) en la saga de Harry Potter.
Bajo el imperio de la lágrima A pesar de que un milagro médico ha conseguido reducir su tumor y prolongar su vida, Hazel nunca ha dejado de considerarse una enferma terminal. Pero cuando conoce a Gus Waters, también enfermo, Hazel empieza un nuevo capítulo en su vida. Decididos a vivir lo mejor posible el poco tiempo que les queda, ambos inician un viaje que los llevará hasta Amsterdam. El hecho que una historia sea previsible no significa que no pueda ser conmovedora. Y, en el caso de “Bajo la misma estrella”, esa premisa se cumple a rajatabla: a pocos minutos del comienzo ya se establece el drama con toda su contundencia. Considerada la “Love Story” del siglo XXI, esta película basada en la exitosa novela homónima de John Green es, sin rigor, un viaje por las emociones humanas, que lleva al espectador a cuestionarse acerca de la vida, la muerte y los pequeños instantes que existen en medio. Aunque el planteamiento resulta atractivo al saber que se trata de dos jóvenes enfermos de cáncer que se enamoran y disfrutan al máximo los momentos que tienen juntos antes de que la muerte llegue, la historia cae por momentos en la cursilería más profana. Si no fuera por la sólida actuación de la joven Shailene Woodley (a quien ya vimos en “Divergente”) los 125 minutos que duran el metraje se convertirían en una tortuosa sesión de terapia y lágrimas. Pero el talento de esta reveladora artista rescata al filme del naufragio. La química entre ambos protagonistas (Woodley es acompañada por Ansel Elgort), matizada con humor y diálogos inteligentes, ilumina por momentos la pantalla y colabora para que las lágrimas se vuelvan una consecuencia lógica del drama y no un manoseo burdo de los sentimientos. Y se entiende que sea así, porque el texto original está escrito para el público adolescente. Así que a la hora de ir al cine y decidirse por esta película, el espectador tiene que ir preparado para ver una historia de amor que, al estar acompañada por el tema del cáncer y la muerte inexorable, tendrá sus momentos de dolor profundo y también de compasión insondable. Uno de los aciertos de la novela de Green, que el filme respeta casi con rigurosidad religiosa, es que no se centra en la decadencia y brutalidad que puede provocar el cáncer, sino en la lucha contra la muerte y en la habilidad para sobrevivir a las grandes pérdidas. Y esa es una verdad que roza a todos, no sólo a los adolescentes.
Una épica inolvidable En la isla de Berk, la vida es tranquila. Hipo y el dragón Chimuelo siguen siendo grandes amigos. Pero el descubrimiento de una cueva que alberga nuevos seres lanzafuego, la aparición de una enigmática entrenadora de dragones y la presencia de un codicioso malvado hará que la tranquilidad del pueblo se vea alterada por completo. Apenas comienzan los títulos del filme (acompañados por la invaluable música de John Powell), se tiene la sensación de que lo que va a venir es una épica que no dará respiro. Y los posteriores 102 minutos de vertiginosa proyección confirman esta primera impresión. El director y guionista Dean DeBlois (artífice del éxito de la primera entrega de esta historia de vikingos y dragones) no se toma demasiado tiempo para presentar a los personajes y sienta rápidamente la base de lo que se verá durante todo el filme: una sucesión de aventuras que se enganchan perfectamente en el tiempo y el espacio. Claro que, en esta segunda parte de la saga (la tercera se estrenará en 2016), el soberbio trabajo de animación y despliegue visual de DreamWorks no asombra tanto como el contenido mismo de la historia. Contradiciendo aquella norma que postula que las secuelas nunca superan a la historia original, esta película acierta con creces al profundizar los conflictos de los personajes, llevándolos incluso hasta su lado más oscuro. Una estrategia de la que no muchos filmes para chicos pueden salir airosos. Han transcurrido cinco años desde los sucesos ocurridos en la película anterior y la isla de Berk se ha convertido en un paraíso en el que vikingos y dragones conviven sin demasiados sobresaltos. El rey Estoico tiene decidido que su hijo, Hipo, convertido ya en un adolescente aventurero, lo suceda en el trono. Pero el chico -rebelde como todo joven-, tiene sus propios planes y, junto a su dragón Chimuelo y a su novia Astrid, se dedica a explorar nuevas tierras. En uno de esos viajes descubre una misteriosa isla que le develará algunos secretos de su infancia. Sin golpes bajos y dosificando a la perfección las vertiginosas escenas de batallas, esta película tal vez no atrape toda la atención de los más pequeños. Pero, sin lugar a dudas, eleva el nivel lírico y espiritual de la saga hasta convertirla en una épica inolvidable que disfrutará toda la familia.
Sencilla pero entretenida Fioravante decide convertirse en un Don Juan profesional para hacer dinero y ayudar a su también amigo Murray, dueño de una librería a punto de cerrar. Con Murray haciendo el trabajo de su “representante”, de pronto el dúo se encuentra atrapado en las corrientes cruzadas del amor y del dinero. Siempre resulta gratificante para el espectador reencontrarse con Woody Allen. Aunque, en esta oportunidad, su labor se reduce sólo a la actuación, ya que la dirección y el guión corren por cuenta de John Turturro, quien también protagoniza “Casi un gigoló”. La historia de estos dos amigos cuyas vidas se desploman de un día para el otro, no es demasiado original. Pero las características con las que el director decide encarar la narración, la convierten en un producto que se puede disfrutar desde el principio hasta el fin. Para eso, el recurso utilizado es el humor. Un humor que hace foco en la colectividad judía y que transita por distintas vertientes, todas superficiales pero efectivas. Fioravante (Turturro) se convierte en un taxi boy maduro y poco agraciado que atiende mujeres y ayuda también a su socio y amigo Murray (Allen), el cafishio de la historia que se encuentra en bancarrota. La insólita sociedad da sus frutos mientras las citas se acumulan: desde una terapeuta encarnada por Sharon Stone (acá también con las piernas cruzadas) hasta una monumental Sofía Vergara, obsesionada por un ménage à trois. Pero, lo más acertado del filme es la elección de Allen: el papel del fracasado librero judío, quejoso, demasiado neurótico y analista, parece hacer sido hecho a su medida. Y Turturro construye la historia en torno suyo, sin pretensiones, como rindiéndole un homenaje secreto. Incluso con la elección del escenario: el barrio judío Williamsburg, en Brooklyn, con mucho jazz de fondo. Mención aparte merece la labor de Vanessa Paradis en el sorprendente papel de una joven viuda judía, atormentada por su cerrada comunidad, que finalmente se deja llevar por los engaños inofensivos de Murray. Claro que si alguien pretende encontrar en esta película un tratado sociológico sobre la prostitución masculina en la edad madura, que siga de largo. “Casi un gigoló” es una comedia sencilla y previsible, pero tierna y bien actuada.