Lecciones del pasado
La mayor ceremonia de autocelebración de la industria cinematográfica está a la vuelta de la esquina, y como es costumbre nuestras carteleras se encuentran inundadas por sus principales candidatos: Hollywood se recicla año a año con los Premios Oscar y para estas fechas parece volver a nacer, aunque las novedades que suele prometer luego se conviertan en meros espejitos de colores. Este año difícilmente sea la excepción, aunque sí hay alguna película por allí a la que vale la pena prestarle atención, sobre todo la última de Martin Scorsese (aunque también la de Alexander Payne, Los descendientes) que se desmarca sutilmente de la lógica dominante en el mercado actual -aquella que intenta llevar al cine a una nueva era de ensueño (digital)- y discute lúcidamente con ése paraíso prometido. Hablamos de La invención de Hugo Cabret, que por varios motivos constituye una curiosidad: es la primera película de Scorsese filmada en 3-D, precisamente con tecnología digital, y es también su primer filme dedicado a la infancia, que se puede encuadrar en aquél resbaloso género llamado “cine para toda la familia” (es también la máxima aspirante al Oscar en esta edición, con once nominaciones, aunque esto no es más que una anécdota).
Fábula iniciática de inconfundible tono dickensiano, legítimo homenaje a los inicios del cine y a la era mecánica que lo parió, lo más curioso es precisamente que Scorsese recurra a la última tecnología disponible para reivindicar aquellos viejos tiempos donde el paradigma de la perfección era un reloj a cuerda. No resulta casualidad sin dudas su elección, así como tampoco lo es que su protagonista sea un niño huérfano, que en la película redescubrirá la infancia del cine y a su mayor creador, el olvidado Georges Meliés, al mismo tiempo que encuentra su lugar en el mundo. Y es que la película toda constituye una sutil lectura del presente, un llamado de alerta sobre la necesidad de recordar los orígenes, sobre la importancia de volver a los padres fundadores para iluminar este futuro que se abre ante nosotros pleno de incertidumbres, donde el cine ha terminado de independizarse del mundo que lo contiene y ya no lo necesita para existir. No es que Hugo (como se conoce en el original) sea un panegírico del realismo en el cine, más bien lo contrario: Scorsese reivindica enfáticamente la famosa idea del cine como una máquina de sueños, al servicio de la ilusión y la fantasía colectivas, donde incluso los hombres pueden encontrar sosiego a su realidad (lo que podría ser el primer mandamiento de Hollywood). Pero el director de Taxi Driver advierte que el cine está en problemas, y su respuesta es (significativamente) una fábula que nos devuelve a los inicios para advertir que allí, en las obras olvidadas de Meliés, Chaplin, Keaton o Renoir (entre otros directores citados) hay respuestas y lecciones para volver a aprender.
Adaptación de una novela gráfica de Brian Selznick, el filme se centra en Hugo Cabret (Asa Butterfield), niño huérfano que vive en las estructuras secretas de la monumental estación de ferrocarril de París, en los años ’20. Hugo ha heredado la pasión por el oficio de su padre, relojero mecánico de profesión cuya única herencia es un misterioso autómata, un robot mecánico que nuestro protagonista pretende reparar, ya que intuye que allí puede haber un mensaje de su progenitor. Además, Hugo mantiene secretamente andando los relojes de la estación para evitar que descubran que su tío, un alcohólico perdido responsable de ésa tarea, lo ha abandonado, algo que lo condenaría al orfanato. Para colmo, en la estación hay un peligroso guardia de seguridad (Sacha Baron Cohen) que, secundado por su perro dóberman, está obsesionado con capturar niños huérfanos para enviarlos al servicio social. Eventualmente, Hugo tomará contacto con un anciano gruñón que posee una juguetería en la estación, ni más ni menos que Georges Meliés (que efectivamente terminó allí), y con su nieta Isabelle (Chloë Grace Moretz), también huérfana, quien intentará ayudarlo a poner en marcha a ése autómata, ligado secretamente al gran director (interpretado por Ben Kingsley).
Formalmente elegante, Scorsese utiliza por momentos el 3-D como una declaración de principios: los planos secuencia que abren la película (sobre todo aquél donde Hugo recorre las instalaciones de la estación), así como el uso de la profundidad de campo en varias secuencias, despegan a la película de la frivolidad dominante en el medio actual, y acaso la liguen secretamente con aquéllas tradiciones que intenta homenajear. Basta ver las recreaciones de las filmaciones de Meliés para comprobar el sincero amor que Scorsese profesa por ese pasado cinematográfico (así como también los continuos homenajes y citas, a veces exagerados, como el de Django Reinhardt), y comprender el mensaje que tiene para sus coetáneos. Su descarada artificialidad, su final feliz y al borde del sentimentalismo, son coherentes con la propuesta (que es una declaración de amor al cine), pero Scorsese se cuida de apelar a la nostalgia o la melancolía: Hugo es un filme que se dirige al presente, y por tanto no deja lugar a esos golpes bajos. Por esto mismo, la música grandilocuente que la recorre se vuelve un gran problema, pues sofoca a la propia película y contradice las intenciones del autor. Claro que ese atisbo de solemnidad es contrapesado por la nobleza de la propuesta, que en la sencillez de su trama encuentra un espacio común para unir a grandes y chicos, sin abandonar sus aspiraciones de reivindicar un pasado de lucidez para el cine moderno.
Por Martín Iparraguirre