En su libro ¿Qué es una buena película? el crítico francés Laurent Jullier establece seis criterios para tratar de abarcar el tema del juicio del gusto si de cine hablamos: Éxito del film, técnica, edificación, emoción, originalidad y coherencia. La última cinta del gran Martin Scorsese, cumple muy bien algunos de estos criterios; ha provocado un entusiasmo importante por parte de la crítica marcando un éxito asegurado, no puede negarse que su técnica visual es impecable, tampoco que causa en la mayoría una emoción significativa y que gracias a esa emoción muchos se sentirán edificados con la historia. Sin embargo aquellos que tuviesen en cuenta objetivamente todos los criterios juntos, posiblemente no se vieran cautivados casi tan fanáticamente por un film que presenta algunos fallos importantes.
He llegado a leer ciertas críticas en la que se compara esta incursión de Scorsese por el cine de “aventuras” como una forma de haberse spielbergizado (término tomado tal cual rezan algunos artículos) por sus grandes cuotas de sentimentalismo . Sin embargo creo que lo que justamente le faltó a esta adaptación de la novela de Brian Selznick es la verdadera emotividad y magia que desplegaría muy bien, un tanto manipuladoramente para qué negarlo pero efectiva, Spielberg. Scorsese es un magnífico narrador, un puntilloso cineasta que esta vuelta no ha logrado, al menos a esta humilde servidora, ofrecer un mundo tan fantástico y seductor como el que propone con su homenaje al cine.
En una historia con un protagonista casi dickensiano, el relato se escinde en dos partes bien diferenciadas que no pueden pasarse por alto conformando, más que dos capítulos de una misma historia, un quiebre narrativo singular. Lo que comienza siendo la historia de un niño por aferrarse a la memoria de su padre fallecido termina por mudarse a la historia de uno de los primeros realizadores de cine como fue Georges Méliès. Así es como un elemento narrativo en un principio importante que marcaría un aparente punto de inflexión, como es el autómata, finalmente se reduce a un simple MacGuffin que pierde por el camino cualquier atisbo de magia.
Es cierto que muchos adoradores del séptimo arte no podrían menos que sentirse emocionados con esos flashbacks en que presenciamos prácticamente el nacimiento del cine, pero la realidad es que otros tantos sentimos que si hay algo que le falta al film es alma, una coherencia clara a la hora de contar que llegue a causarnos la identificación necesaria para desprender la misma cantidad de lágrimas que sus protagonistas. La invención de Hugo Cabret como se la conoce en español y como iba a llamarse en un principio es un homenaje a medias aun cuando decidamos hacer la vista gorda a la cantidad de imprecisiones biográficas que ofrece. Es un intento de preservar en la memoria la magia del cine pero sin verdadera magia.
Incluso la cantidad de personajes livianos con las que se sirve el director para ilustrar tanto época como contexto de la historia abren engañosos relatos tangenciales que no aportan más que eso: pura atmósfera que dilatan el paso de una primera parte a la segunda. El guardia de la estación,por ejemplo, un caricaturesco villano bastante insulso en la piel de Sacha Baron Cohen, otorga muy fríamente el marco de riesgo con el que debe vivir Hugo su día a día; un poco como esa primera impresión de tipo huraño con que se nos presenta Mèliés que finalmente queda en poco más que un recurso para dibujar un enigma a través de una libreta perdida que a poco conduce a la resolución final.
Debo admitir que me encanta el cine de aventuras, los relatos nacidos de novelas infantiles, que Scorsese es uno de mis favoritos por lejos; sin embargo Hugo se me hizo por momentos un relato demasiado dilatado, bastante irregular en sus contenidos y con una serie de personajes con los que no llegué a identificar del todo. Aburrida por momentos, incluso, no podía dejar de pensar en que si de grandes homenajes al cine hablamos, Hugo quedaría en una escala muy por debajo de otros films, incluídos The Artist, uno de sus grandes competidores en esta próxima entrega de premios, más sencilla en lo que cuenta, quizá, pero a la vez mucho más honesta y directa.
Scorsese juega a ser niño otra vez, viaja en el tiempo para tratar de hacernos sentir la maravilla que ese ahora curador del museo sintió cuando de niño conoció a Mèliés en su esplendor, relaciona no en vano literatura y cine en varias de las escenas, todo el tiempo, pero no llega a plasmar por completo la verdadera magia y energía que muchos de los originales.
Incluso la técnica del 3D, aquí utilizada soberbiamente al servicio de la narración y no al simple artilugio del truquillo fácil, no deja de ser después de todo una ilusión más que despliega visualmente lo que no logra el guión. Un film hecho más con el intelecto que con el verdadero corazón de un cinéfilo queriendo hacer honor a su objeto de deseo.