Luego de un prólogo formal con imágenes oníricas, La invención de la carne comienza en la sala esterilizada de un hospital donde un grupo de estudiantes observa los gestos de un profesor que examina el cuerpo de una mujer que parece muerta. En este universo frio y misterioso, los dos protagonistas se encuentran por primera vez. La que parecía muerta es María, una joven solitaria que presta su cuerpo a cualquier tipo de experiencia, y uno de los mirones es Mateo, un extraño estudiante de medicina que apacigua sus angustias en el agua de una pileta pública. Pero en realidad, los protagonistas son los cuerpos. Cuerpos que sufren, se aíslan, se expulsan y buscan otros cuerpos. Él rechaza su cuerpo con disgusto, ella utiliza el suyo para el placer de otros. Los dos cuerpos están siempre en primer plano, pero son demasiado torpes y temerosos, no saben tocarse, no pueden ponerse en contacto. Loza filma el sexo y la desnudez de manera desconsolada para que podamos percibir la necesidad urgente de oler vida en esos cuerpos.
Mateo calla su destino pero busca a alguien que lo acompañe en el viaje. María lo sigue, vagabundea sobre una zona fronteriza que desconoce y se siente extraña a todo lo que observa. Cada uno hace su viaje individual aunque, poco a poco, se van acercando. El silencioso periplo da lugar a una historia de amor ambigua. En una metáfora del regreso a los orígenes, la pareja se encuentra repentinamente con un niño al que Mateo ayudó a dar a luz y que funciona como pretexto anecdótico para el viaje. Pérdida y redención. La película vuelve a ser un gran sueño, poblado de silencios y dolores encontrados, en el que los protagonistas están tironeados por fuerzas opuestas e intensas que los desgarran. Pero en ese magma conflictivo, y tal vez gracias a él, los taciturnos Mateo y María descubrirán una manera inesperada de estar juntos.