Los límites de la asepsia afectiva
El creador de Extraño se embarca en otro viaje al interior de sus criaturas, en este caso un estudiante de medicina desconectado del mundo y una chica que recurre al sexo como placebo fisiológico. Pero la afasia emocional le juega en contra.
Con un título al menos sospechoso de cierta presuntuosidad, el nuevo opus del cordobés Santiago Loza se embarca en otro viaje al interior de sus criaturas, más cerca de los silencios de su ópera prima Extraño que del despliegue histriónico de Cuatro mujeres descalzas. Son bien escasas las palabras que se pronuncian en La invención de la carne, afasia emocional que los protagonistas contrarrestan con algunas manifestaciones corporales que bien podrían calificarse de extremas.
Mateo (el debutante Diego Benedetto), joven estudiante de medicina, es dueño de una desconexión con el mundo y su propio cuerpo que tiene su máxima expresión en unos intensos ataques de angustia y la imposibilidad de aceptar su atracción por otros hombres. Sólo en los regulares baños en una piscina olímpica –primera en una serie de referencias cargadas de espiritualidad o incluso, dependiendo de la mirada, de religiosidad– parece encontrar alguna clase de sosiego, de apaciguamiento ante tanta zozobra existencial. María (la modelo y actriz Umbra Colombo) entrega su cuerpo a cuanto hombre se cruce en su camino, más cerca del placebo fisiológico que de la adicción sexual, al tiempo que lo ofrece para algunos ejercicios médicos en el mismo hospital en el que Mateo realiza sus prácticas. En una posible inversión de El origen del mundo, de Courbet, el sentido de un plano detalle de su vagina se completará más tarde con la confesión de su esterilidad reproductiva.
María y Mateo –sus cuerpos y sus ansias insatisfechas– se cruzarán e iniciarán juntos un viaje lejos de la ciudad. Viaje geográfico que, como se ha dicho, es también un tránsito interno, subjetivo, que incluye la posibilidad de la paternidad como una de sus estaciones. Si en Extraño el protagonista era un médico que acompañaba en los últimos meses de embarazo y ayudaba en el parto a una mujer desconocida, en La invención de la carne el futuro doctor le solicita a una extraña que lo acompañe en un recorrido con destino incierto. En un hotel de pueblo, en una casa de bajos recursos se sumarán un nacimiento y un bautismo secular, la traición y un probable renacimiento.
El realizador, con la ayuda de Guillermo Saposnik e Iván Fund a cargo de los quehaceres fotográficos, construye un universo de encuadres opresivos, que tanto en los planos generales como en los detalles corporales aspira a transmitir la esclavitud de los personajes a sus propias incertidumbres y pesares. Esa virtud plástica, paradójicamente, es uno de los elementos que termina minimizando las posibles resonancias humanas y artísticas del film. Secuencias notables desde lo visual, al ser tomadas individualmente, como la sumersión de unos bebés y el protagonista en la piscina, la escena de sexo masturbatorio o algunas circulaciones nocturnas de María terminan desnudando en el conjunto del metraje su carácter programático, excluyente. Loza impide, no sin esfuerzos, que cualquier elemento ajeno a sus intereses contamine el relato, eliminando en gran medida la posibilidad del drama y concentrándose en las imágenes y sonidos como transmisores de sensaciones y estados emocionales. Nada hay de malo en ello, al menos desde que el cine se sabe moderno, pero la película se contagia progresivamente de la asepsia afectiva de sus protagonistas, restándole potencia a medida que se acerca a su desenlace. La invención de la carne confirma el talento y la sensibilidad particular de Santiago Loza para la creación de climas, al tiempo que plantea los límites de un proyecto cinematográfico que insiste en encerrarse sobre sí mismo con doble vuelta de llave.