La historia la cuentan los que tapan
Quizás gracias a Netflix, en los últimos años el thriller español ha pegado un salto internacional sorpresivo: sus productos no sobresalen de la media y casi no aportan una cuota autóctona, aunque parece advertirse el descubrimiento de una fórmula. Esta se basa en los tiempos y en cierto valor de producción que las eleva en comparación con lo que se hace en el resto de Hispanoamérica. Sobre las formas del thriller reposa la historia de “Titanic Gallego”; así se conoce al naufragio del buque “El Santa Isabel”, que embistió el 1 de Enero de 1921 las costas de la Isla de Salvora en Galicia. Una tragedia que se cobró la vida de más de 200 personas pero que tuvo 56 sobrevivientes, gracias a la heroica acción de tres isleñas que, contra viento y marea lograron llevar a tierra a algunos tripulantes de la embarcación. El hecho no es tan lineal como se cree: hay corrupción, muerte, y sí, un intento por ocultar lo que verdaderamente sucedió.
En su primera película de ficción, Paula Cons toma el núcleo de lo sucedido pero reconstruye la historia a partir de las omisiones en el relato oficial, aunque también incluye su hipótesis sobre los motivos por los cuales se ignora -casi completamente- el acto de salvataje por parte de Cipriana Oujo, Josefa Parada y María Fernández. Hay un periodista argentino (Darío Grandinetti) que llega a la isla para patear el hormiguero del asunto, que no tardará en desintegrarse, así como también aparecerán agentes del Estado que expondrán conductas ambiguas y sospechosas. Lejos de ser un retrato que solo pretende enaltecer a un grupo de personajes, el film se encarga de presentar grises y contradicciones, incluso de las propias heroínas. Hay una meseta narrativa que genera un caos en los dos misterios, el del hundimiento del barco y el de una desaparición. A pesar de la conexión entre ambos incidentes el guión se pierde en una nebulosa detectivesca que queda en la mera insinuación; ahí es donde el thriller español mete la cola y salpica la estructura dramática y los bemoles (más creativos) sobre lo que sucedió.
En los pasajes donde Cons deja la película librada a la fortaleza de la historia (como si bastara para que camine sola), esta exhibe, paradójicamente, la mayor debilidad como obra cinematográfica. Las historias basadas en lo real pareciera que direccionan un relato casi en modo automático, como si el atractivo por tener ese rasgo que vincula la ficción con lo verídico fuera suficiente para ofrecer una narración. El cine no es solo un lienzo sobre el que se vuelca un manchón de tempera; hay muchos aspectos que pueden ponerse al servicio de la historia. Aquí, la destreza visual de Cons se deja entrever entre la necesidad de contar lo que pasó, tipo pancarta gigante detrás de un móvil de noticiero, y la idea de contar con imágenes; pero es tan solo un destello.
La mirada femenina sobre este hecho es fundamental para entender qué se puso en juego al pretender ocultar o, peor aún, ensuciar a las protagonistas y provocar su olvido. La isla de las mentiras es una película irregular, que oscila entre la documentación de un hecho y algunas pinceladas cinematográficas para contar lo primero. Una película más bien necesitada que necesaria.