La siniestra coartada de la locura
Teniendo en cuenta los altibajos que ha presentado la filmografía reciente de Martin Scorsese, resulta bienvenida La isla siniestra, que lo muestra maduro y sagaz, pleno de confianza en el material que ha elegido.
Basada en una novela de Dennis Lehane, se centra en un agente federal enviado a investigar un caso en una institución psiquiátrica situada en una misteriosa isla, donde terminará envuelto en una trama de engaños. El guión es de una complejidad y ambigüedad poco usuales en el cine estadounidense actual, con el protagonista ingresando una y otra vez a distintas capas de su conciencia, turbado por la forma en que lo afectan los recuerdos, los sueños y/o los efectos de cierta medicación que recibe en esta pesadillesca isla. Scorsese ha sabido expresar este permanente desdoblamiento del personaje sin caer en la confusión narrativa y estética en la que han incurrido otros directores al abordar situaciones similares (Adrian Lyne, Oliver Stone), generando, en cambio, una tensión permanente, y confirmando –de forma lenta pero segura– lo que alguien dice en la escena que constituye el corazón del film: la locura puede ser una cruel coartada para acallar a una persona.
Como en toda buena película, los elementos en juego tienen valor polisémico: el fuego dentro de una cueva mientras se mantiene una conversación clave significa la manifestación de la luz y de la verdad; una tormenta feroz puede verse como el desborde de percepciones o la intrusión en un estado de turbulencia psíquica e inseguridad; un sórdido pabellón o un faro infranqueable parecen zonas de la conciencia a las que cuesta ingresar. Esta riqueza permite que el drama de suspenso lleve consigo poderosas referencias políticas, planteando la hipótesis de que quien pretenda cambiar –o incluso denunciar– una situación injusta, deberá enfrentarse a una estructura que se lo impedirá por cualquier medio. Podrá cuestionarse que quien lo intenta aquí es un agente del FBI, pero afortunadamente no hay rasgos heroicos subrayados.
Formalmente, La isla siniestra demuestra que detrás de cada resolución hay un gran director: la precisa utilización de la inquietante música, la imponencia de la luz, la inteligente alternancia de planos cercanos y generales, la consistencia del montaje (a pesar de algunos errores de continuidad durante el viaje inicial), le dan solidez a la intrincada historia. Sumado a esto que la acción transcurre en los ’50, se percibe un estilo que recuerda a Hitchcock, a Jacques Tourner, a ciertos policiales oscuros de aquellos años.
Leonardo Di Caprio es un actor eficaz pero, con su perdurable aspecto de adolescente malhumorado, no parece adecuado para encarnar al protagonista (forzado, además, a jugar una innecesaria escena melodramática hacia el final). Tampoco se lo nota muy cómodo a Mark Ruffalo. Ben Kingsley y Max Von Sydow, en cambio, están ideales.
Aunque discutible en algunos aspectos –y, claro, sin la concisión de clásicos de Scorsese como Taxi Driver (1976)–, La isla siniestra es una película intensa y exigente.