Cuando la mente es una isla
En el Hollywood actual, el film de Scorsese parece tener un destino maldito: múltiples lecturas, un personal uso de la fotografía y una historia agobiante se combinan para una obra que ni siquiera la presencia de Leonardo DiCaprio hace más digerible.
Si la misteriosa postergación de su estreno, previsto originalmente para octubre pasado (con lo cual hubiera calificado para las nominaciones al Oscar), no fue suficiente para tender un manto de sospecha sobre la calidad de la nueva película de Martin Scorsese, su estreno en la última Berlinale, donde fue recibida por lo menos con indiferencia, viene empujando a La isla siniestra al rincón del film maldito, a ese limbo del cual sólo el tiempo eventualmente podrá rescatarlo. Pero aun reconociendo los problemas (algunos muy evidentes) de una película que no está entre las mejores de su autor, sería injusto no valorar aquello por lo cual ocupa un lugar excéntrico, casi fuera de órbita dentro de la adocenada producción del Hollywood de hoy, más aún teniendo como protagonista a una estrella de la magnitud y luminosidad de Leonardo DiCaprio.
En principio, el argumento provisto por la novela de Dennis Lehane parece el humus perfecto para Scorsese, la tierra fértil para que por un lado pueda abrevar en su reconocida cinefilia y, por otro, para que vuelva a dar rienda suelta a esos sentimientos de angustia y paranoia que siempre, de una u otra manera, se manifiestan en su cine. Cuando empieza la película, el agente federal Teddy Daniels (DiCaprio, excelente) llega a la isla siniestra del título, un peñasco rocoso e inaccesible donde funciona un presidio de máxima seguridad para enfermos mentales condenados por haber cometido crímenes brutales. La misión de Daniels y su compañero Chuck Aule (Mark Ruffalo) es investigar la enigmática desaparición de una interna considerada peligrosa –mató a sus hijos– a quien nadie siquiera vio salir de su celda.
Corre el año 1954 y todo –desde el vestuario hasta los diálogos entre los dos agentes o la tácita inquina entre éstos y los guardiacárceles, que miran con sorna y desconfianza a los recién llegados– remite al cine policial de la época, al punto de que si no fuera por algún leve matiz de color casi se diría que la fotografía de Robert Richardson es en blanco y negro. Sin embargo, el evidente back-projecting, el obvio telón de fondo con que la película reproduce el cielo y el paisaje marino durante la llegada de Daniels a Shutter Island parece algo más que un mero recurso cinéfilo o de atmósfera. Hay algo verdaderamente ominoso en esas primeras imágenes que los fantasmagóricos extractos de música de Krzysztof Penderecki no hacen sino acentuar.
El hecho de que Daniels se sienta gradualmente trastornado por el ambiente de la isla y que haya indicios cada vez más intensos de que puede llegar a perder su equilibrio emocional se potencian no sólo cuando se enreda en filosos duelos verbales con los dos psiquiatras a cargo de la salud mental del presidio (Ben Kingsley y Max von Sydow, a cual más perverso). También se incrementan cuando el agente empieza a sufrir una serie de alucinaciones de claro contenido traumático, relacionadas con su pasado familiar y con su experiencia como soldado en la Segunda Guerra Mundial. Hasta qué punto estas imágenes pueden estar inducidas por Shutter Island o provienen de sus recuerdos más shockeantes y dolorosos es algo que el espectador tendrá que ir dilucidando junto al mismo Daniels.
Hay algo eminentemente kafkiano en la lógica de pesadilla que asume la película a poco de andar. De hecho, uno podría preguntarse si La isla siniestra no remite a la parábola proveniente de El castillo que el film El proceso, de Orson Welles, utilizaba como prólogo. ¿Será acaso que Daniels nunca se atreve a entrar allí donde sólo a él esperan? Por cierto, hay una puerta –la del faro de la isla– que obsesiona a Daniels desde un comienzo y que será la última, de las muchas que abre, en animarse a atravesar.
De esas pesadillas, cada vez más frecuentes, hay algunas verdaderamente inquietantes y otras desafortunadas por completo. Es el caso, sobre todo, de aquella que remite a un fusilamiento masivo en un campo de concentración nazi, resuelta con un alambicado travelling lateral que parece en condiciones de superar al tristemente célebre “Travelling de Kapó” que condenaba Jacques Rivette y que sirvió de base para el famoso artículo de Serge Daney sobre la inmoralidad de la estetización de la muerte en el cine.
Pero más allá de estas pifias, algunas muy sonoras, La isla siniestra es un film cinematográficamente exuberante, no sólo porque el espectador entrenado podrá encontrar referencias cinéfilas que van del fantástico de Jacques Tourner al gótico de Mario Bava, de Shock Corridor de Samuel Fuller a El embajador del miedo (¿y si Daniels estuviera siendo objeto de un lavado de cerebro como el que imaginaba el film de John Frankenheimer, pero ahora practicado por el Comité de Actividades Antiamericanas, que desató la caza de brujas en los Estados Unidos de los años ’50?). Shutter Island es también una película muy rica en lecturas porque trabaja sistemáticamente sobre el problema del punto de vista. ¿Qué estamos viendo realmente?, se pregunta la película que –como El resplandor, de Kubrick, o Spider, de Cronenberg– parece transcurrir en la cabeza de su protagonista, al punto de que la isla toda podría llegar a ser una construcción de su mente.
Ese universo conspirativo se lleva muy bien, a su vez, con la locura habitual en el cine de Scorsese, al punto de que Shutter Island viene a recordar incluso a su película más olvidada, otro film maldito e igualmente enfermo: Vidas al límite (1999), donde Nicolas Cage también parecía habitar en su propio, infernal laberinto hecho de culpas imposibles de expiar.