El imaginario del Sr. Scorsese
El año que transitamos parece estar marcado por el regreso de grandes autores de otros tiempos de Hollywood, un dato que sugiere indirectamente la escasez de nuevos talentos en la industria mayor del séptimo arte. Esta vez, el que volvió fue nada menos que Martin Scorsese, aquél recordado creador de Taxi Driver, Toro salvaje ó Después de hora, uno de los más valiosos integrante de la camada de los `70 (que incluye a Francis Ford Coppola, Brian De Palma y Steven Spielberg), pero que recién ahora parece empezar a cosechar el reconocimiento de su país. Hace nada más que tres años, luego de una carrera de casi cuatro lustros, Scorsese se llevó su primer premio Oscar por Los infiltrados, y ahora su nueva película, La isla siniestra, se perfila como el mayor triunfo comercial de su filmografía. Claro que el éxito no garantiza nada, mucho menos en Hollywood, donde el reconocimiento suele estar asociado a una pérdida flagrante de identidad, aunque éste no sea el caso. La isla siniestra (Shutter Island) es un filme complejo, ciertamente polémico por momentos, pero es sin dudas una película de Scorsese, que lleva su estampa en cada fotograma, aunque no sea el mismo Scorsese de los años `70. El lector se preguntará ¿cuál es la diferencia entre éste y aquél? En principio, la puesta en escena. Aquí, contra la tradición minimalista y documental del director en sus primeros años, la puesta en escena suma elementos diversos hasta volverse barroca, abigarrada, excesiva por donde se la mire, en un relato de naturaleza paranoica y esquizoide, pero que sin embargo a veces pierde por su artificialidad. Estamos, acaso, ante un síndrome de época, facilitado por las infinitas posibilidades que brinda la tecnología, algo que fácilmente se puede volver contraproducente. Pero los problemas y virtudes de La isla siniestra van más allá de su excesiva artificialidad: antes que nada, debemos hablar de un filme desparejo, que aspira a cruzar diversos géneros y tradiciones y lo logra con suficiencia, que llega a alcanzar grandes picos de tensión e interés, e incluso consigue reflejar con exactitud lo que es la paranoia, pero que luego se desmorona por sus propias inconsistencias, se desbanda y cae directamente en la más repudiable abyección.
Inspirado en una novela de Denise Lehane, su núcleo esencial se relaciona con una época histórica: los años 50 y el inicio de la Guerra Fría. La paranoia era entonces el signo distintivo de una sociedad sacudida por el militarismo y la batalla contra el comunismo. Dos agentes del FBI llegan a una isla que alberga una institución mental con los pacientes más extremos, y de dónde se ha escapado una peligrosa interna. El lugar deja a Alcatraz hecho un poroto, se trata de una construcción inexpugnable rodeada de bosques, barrancos, abismos y un mar helado. A poco de arribar, nuestro protagonista, el detective Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio), empezará a sospechar que algo anda mal en la institución, y su investigación se convertirá en una cruzada por descubrir lo que presume una siniestra confabulación para experimentar con los internos en busca de aquello que los nazis habían dejado inconcluso. Pero Teddy tiene sus propios traumas del pasado (vio con sus propios ojos los campos de concentración nazis y tuvo una esposa que murió incinerada) y su estabilidad mental empezará a desvariar ante el ominoso ambiente en que se encuentra y las presuntas trampas de los responsables de la institución, que parecen sospechar sus intenciones ocultas.
Como se puede intuir, el filme es un homenaje explícito al cine noir y de terror de los años ´50. Scorsese es además un gran director, que maneja con suficiencia los géneros y recurre a numerosos elementos formales (sobre todo una ampulosa banda sonora y una utilización impresionista de la luz) para recrear el clima ominoso y pesadillesco que se vive en Shutter Island, que incluso se diría que parece una proyección de los laberintos mentales de sus internos. Pero la suma de elementos no hace a la sustancia, y si bien por momentos la película logra trasladar con suficiencia el estado de esquizofrenia que vive su protagonista, por otros pierde por su ampulosa artificialidad. Bien que la vuelta de tuerca final, que trastoca toda la película y destruye el punto de vista que había propuesto, parece justificar estos excesos, aunque quizás no haga más que confirmar sus defectos (queda al lector la decisión final). Pese a todo, hay que dejar en claro que el filme se encuentra muy sobre la media de una industria que hoy vive en la mediocridad.
Por Martín Iparraguirre