La única certidumbre es la incertidumbre
Martin Scorsese siempre es un director interesante. Pero este crítico se atreve a afirmar que La isla siniestra es su filme más arriesgado, interesante y complejo de analizar desde La edad de la inocencia. Eso no significa que Casino, Bringing out the dead, Pandillas de Nueva York o Los infiltrados carecieran de aristas atractivas, sino que Shutter island es la película más permeable a definiciones rápidas, malentendidos o vínculos facilistas.
De hecho, las calificaciones generales señalan a esta historia –basada en un libro de Dennis Lehane, el autor de las obras en que se basaron Río Místico y Desapareció una noche-, como un “Scorsese menor”. Sin embargo, a pesar de ser fallida en varios aspectos, su ambición y sus logrados climas la ubican un poco al costado de la mera calificación de “menor”.
Ubicada en 1954, la trama sigue a un agente federal (Leonardo Di Caprio) que junto a su compañero (Mark Ruffalo) deben ir a una isla donde se ubica un neuropsiquiátrico para criminales, para investigar la misteriosa desaparición de una paciente (Emily Mortimer). Enseguida se toparán con las autoridades del instituto (encabezadas por un Ben Kingsley monolítico e impenetrable), hostiles y sin voluntad de colaboración. Y una furiosa tormenta, que los deja varados en la isla, terminará de introducirlos en un clima laberíntico y pesadillesco.
Shutter island es un filme que invita y busca la comparación y evocación de muchas otras obras, creadores y corrientes cinematográficas, incluso al universo scorsesiano. Desde el mismo comienzo, la actuación de Ruffalo (quien, a pesar de todo, parece hacerlo con total naturalidad, algo que siempre lo ha caracterizado), hace recordar al método actoral empleado por, entre otros, Humphrey Bogart, en el cine clásico del treinta, cuarenta y cincuenta. La fotografía casi onírica, con cielos completamente irreales, remite a Vértigo, Psicosis y un amplio espectro de la filmografía de Alfred Hitchcock. Y de la puesta en escena hitchcokiana al expresionismo alemán de la década del veinte, que anticipaba los mecanismos de poder y opresión del nazismo (sólo que aquí transfigurados en la figura política del anticomunismo norteamericano de los años cincuenta), con filmes como El gabinete del Doctor Caligari o M como máximos exponentes, hay un paso muy cortito.
Asimismo, la banda sonora, producida y supervisada por Robbie Robertson, trae a la memoria las secuencias más terroríficas y desatadas de Cabo de miedo. Y Scorsese vuelve con esa mirada hacia lo femenino que tanto lo distingue y que brilló particularmente en Taxi driver y Toro salvaje: los protagonistas masculinos con una visión de las mujeres donde lo idealizado y lo deforme confluyen, en el que lo blanco y puro va ofreciendo poco a poco matices oscuros, aunque se quiera seguir sosteniendo una imagen irreal, como un refugio frente a la tormentosa e inexorable realidad.
No obstante, ciertos flashbacks que reconstruyen un episodio de la Segunda Guerra Mundial en el campo de concentración de Dachau, nos recuerdan a los peores momentos de la carrera de Steven Spielberg: la escena del falso suspenso con las duchas en La lista de Schindler y la del orgasmo en paralelo a la muerte de los atletas judíos en Munich. Es evidente que los dos cineastas y amigos comparten un modo de aproximación al tema del Holocausto, para bien y para mal. En La isla siniestra, se dejan ver los aspectos más negativos. Pareciera que en ciertas escenas del filme Scorsese se hubiera olvidado de aplicar las prácticas de John Ford, un cineasta que se caracterizó primariamente por construir imágenes desde lo no visto, por representar sin necesariamente mostrar, por recortar pedazos de mundos para que el espectador complete por sí mismo la pieza del rompecabezas restante.
Del mismo modo, en especial hacia la media hora final, Scorsese se aplica excesivamente a lo pautado por el guión de Laeta Kalogridis (guionista también de Alexander). Lo mismo había hecho con el guión de John Logan en El aviador. El resultado es parecido: una sobreexplicación de los hechos que entorpece y le resta fuerza al relato.
Aún así, sobre los minutos finales retorna el cineasta ambiguo e inquietante, que cuando se desafía a sí mismo junto con el espectador, es capaz de llegar a grandes alturas. A pesar de su mecanismo de relojería destinado a completar los casilleros vacíos, La isla siniestra es un filme que deja varios cabos sueltos deliberadamente, bien debajo de la superficie, exponiendo el interior de los personajes no para responder sino para preguntar y preguntarse, con un contexto tan opresivo como enigmático, donde ciertas respuestas condonantes no alcanzan para alejar la inquietud. En su ambición, golpea las certezas, obliga a una revisión, juega con las expectativas del público, deja tan satisfecho como insatisfecho. El cine aquí se transforma en un interrogante indisoluble.