LA PASIÓN SEGÚN SCORSESE
Ambientada en un instituto psiquiátrico para criminales, el nuevo film del consagrado director de -entre otros títulos- Taxi Driver y Buenos Muchachos, pone de manifiesto sus conocidas habilidades y el habitual ímpetu con el que suele abordar el cine. Pero también todas las limitaciones que ello conlleva.
Más allá de la valoración que se tenga de su obra, y de lo que se opine de su dimensión como director, a Martin Scorsese siempre se le ha reconocido su pasión por el cine. Y esto es un hecho que incluso él mismo se ha encargado de resaltar. Y no sólo en sus trabajos, que además de su labor como cineasta incluyen tareas de restaurador y curador, de comentarista y de locutor en algún documental, sino que también esa pasión la ha dejado aflorar en cada entrevista que se le ha realizado. Es Scorsese el ejemplo de director cinéfilo, siendo -por cierto- Tarantino su actual y bufonesca parodia.
Ahora bien, una pasión de este tipo no significan nada en sí misma; es deber del artista hacer de ella algo productivo; o mejor dicho, lograr que no consuma sus habilidades y que éstas sean capaces de producir un hecho estético que se sostenga por sí mismo y que no sólo remita a su objeto de deseo, sino que también funcione como soporte de operaciones más universales, profundas y trascendentes.
En la carrera de Scorsese se pueden encontrar películas demasiado atadas a la voracidad cinéfila del director, y películas más equilibradas que logran ir más allá de su propio marco de representación. Entre las primeras podemos encontrar a Calles Peligrosas, Toro Salvaje, Buenos Muchachos, Casino, Pandillas de Nueva York y Los infiltrados. Y entre las otras, a Taxi Driver, Después de Hora, El Aviador y la que muy probablemente sea su gran obra: El Rey de la comedia. Claro que en esta distinción no figuran la totalidad de sus films, pero pueden tomarse tranquilamente como parámetro ya que conforman lo más destacado de su filmografía. ¿Qué diferencia un grupo del otro? Básicamente el hecho de que las primeras traducen la pasión cinéfila en un despliegue grandilocuente de recursos técnicos (travellings, puestas de cámaras rebuscadas, música, etc.) que convergen en un esteticismo que puede llegar a resultar sensorialmente atractivo, pero que difícilmente pueda sostener algún tipo de operación significante, es decir simbólica. El fuego de la pasión cinéfila scorsesiana se funde en una fetichización de la puesta en escena al ser ésta tomada como fin en sí misma, como cosa en sí, y no como medio; así lo mostrado queda hundido en su literalidad. Por ello el recuerdo de estas películas suele ser un simple recuento de escenas ordenadas según el impacto conseguido.
Distinto es el caso de los films mencionados en el segundo grupo, en los cuales todos los elementos de la puesta confluyen en la creación de un todo dotado de sentido. No por nada Taxi Driver, Después de Hora y El Rey de la comedia conforman un terceto homogéneo en el que cada pieza es una variación representativa de un mismo fondo de ser. La desesperación ante el infierno de la vida urbana contemporánea -y todo lo que ello conlleva- encuentra aquí la más rica y compleja de sus representaciones, en la que abundan los matices y una pluralidad de significados convergentes entendibles según lo dado en la puesta en escena.
Los primeros minutos de La Isla Siniestra ponen en evidencia que Scorsese es alguien que vio mucho cine, y que lo conoce, y por ello sabe crear climas. Así la aparición de un barco en medio de la niebla, la charla con projecting de fondo entre dos policías, y finalmente la irrupción de la extraña isla en la que acontecerán los hechos narrados, contribuyen a que rápidamente ingresemos en ese otro mundo y otro tiempo -fantásticos- al que toda película debería aspirar. Ese es un primer paso, el de la construcción de un espacio ficcional mediante el cual, luego de la lectura de la puesta en escena, accederemos al sentido último de la obra. Algo que no sucederá en La Isla Siniestra, porque quien maneja los hilos es el Scorsese pasional, aquel que piensa que el mero hecho de filmar ya es suficiente, y así esta película en la cual se narra la investigación de una desaparición dentro de un internado psiquiátrico por parte de un policía con un pasado trágico, no es más que la sucesión de escenas que pueden medirse sólo por su capacidad de impacto. Sí, hay algunas realmente buenas, como la que sucede en un oscuro y laberíntico pabellón, pero también unas cuantas feas y patéticas -por gratuitas y grandilocuentes- como casi todos los flashbacks y/o pesadillas y/o alucinaciones que sufre el personaje interpretado por Leonardo Di Caprio. En medio de tanto artificio vacío, se mencionan al pasar algunos temas: como el Holocausto o el macartismo, que podrían ser el sostén de todo el andamiaje de La Isla Siniestra. Pero no es así, porque a esos temas, dentro del relato, sólo se les da valor nominal debido a su carácter secundario o decorativo: lo que aquí importa es la estilización de las formas.
Como pasa en gran parte de su filmografía, queda la sensación de que las habilidades de Scorsese estaban para más, y que su pasión pocas veces logra convertirse en saber.