La primera escena de este documental sobre el pueblo judío de Moisés Ville, en Santa Fe, da dos pistas claves para rastrear la búsqueda de los directores y guionistas. Un viejo atraviesa de izquierda a derecha un plano fijo ambientado en un pastizal arrasado y lo sigue un perro rengo hasta la mitad del camino, donde la perspectiva coincide con un árbol verdoso a varios metros de distancia. Con una sola imagen, se nos está planteando que la simetría y el movimiento humano están signados por la carencia. Y Cherjovsky y Serber nos proponen que la manera de observar esto es con la quietud que será el signo de la película. Poco a poco descubriremos que el viejo es Ingue, a quien está dedicada la obra.
Uno de los aspectos fascinantes en La Jerusalem argentina, y que se va haciendo central a medida que transcurre el documental, es el silencio desde el cual es observada la rutina en Moisés Ville. Las pocas entrevistas a los responsables del museo o las escasas conversaciones citadinas que escuchamos apenas contrastan con la gran cantidad de tiempo dedicado a observar el movimiento y los eventos característicos del pueblo, sea en conmemoración a los 125 años de fundación que cumple, sean los preparativos, o sea la rutina previa o posterior a estas celebraciones.
En tal silencio observador, nunca inquisitivo, podría leerse una postura religiosa de parte de los realizadores del documental. Como si el artista en su rol social detallara las costumbres enmarcadas en un pueblo judío, al mismo tiempo que le da perspectiva con respecto a lo evidenciado en tales manifestaciones: las torpezas que ocurren en eventos públicos (como los globos que no vuelan aunque el discurso previo los ensalzaba como metáfora de un futuro próspero), lo kitsch de conciertos y concursos de belleza aún como representación de la cultura (un señor canta My Way en español mientras en otro salón se lleva a cabo el concurso de la reina del Festival de Cultura de Moisés Ville); la tranquilidad de la rutina cotidiana que parece mostrar poco pero donde aparecen las casas, oficinas y, en fin, los lugares frecuentados por estas personas.
A fin de cuentas, ese silencio es oportuno para detenerse en la pregunta que hace Eva Guelbert, una de las pocas entrevistada en escena: ¿Qué valor tiene la tradición que le es legada a las próximas generaciones del pueblo? Atender a la pregunta no significa obligar una respuesta, sino poner en relieve lo observado durante poco más de una hora: reuniones por diversas razones, aunque todas girando en torno al modo de vida quedo en Moisés Ville.
Otro detalle que destaca varias veces durante el documental es el contraste entre los lugares ocupados por los residentes del pueblo y los lugares solitarios. Hay escenas donde la diferencia es palpable: el plano donde el lugar de reunión está vacío o siendo preparado para la celebración por unas pocas personas y el plano siguiente donde está ocupado por los invitados. Si bien este tipo de contrastes no es novedoso y da cuenta del desarrollo de los eventos más sencillos, también connota la manera en que la tradición se sostiene a lo largo de un instante y cómo esto se puede transpolar a un patrimonio de 125 años desde la fundación del pueblo. Como si los lugares que dejamos atrás fuesen fragmentos de una identidad apenas intuida en las costumbres cotidianas.