Es raro el recorrido de La jugada maestra. Lo primero que uno sospecha al verla es que este es otro caso de biopic diseñado para pescar algún Oscar. La intersección de “basado en hechos reales” con personaje conflictuado y cierta relevancia político-social es la Santa Trinidad de la búsqueda de una estatuilla sin riesgo ni esfuerzo alguno. Como mínimo, el actor principal pega nominación y luego eligen al más exacerbado como ganador. En los ejemplos recientes podemos contar a Regreso con gloria (Trumbo), Foxcatcher, El código Enigma y La teoría del todo, por nombrar algunas. Cada tanto se cuela una película en serio como Steve Jobs, que excede el chimento y la anécdota y se convierte en una obra artística real con forma y discurso propios, pero son las excepciones en el mundo del biopic americano. Sin embargo, La jugada maestra, que es del 2014, pasó por festivales sin generar ruido y estrena acá meses más tarde que en USA, en las semanas de vacío post-Oscar.
La jugada maestra se encuentra a mitad de camino entre ambas opciones, sin derrapar hacia el bochorno pero tampoco elevándose demasiado por encima de la línea de flotación. La película de Zwick se centra en dos ejes: la decreciente salud mental de Fischer y la utilización política de su duelo con Spassky. Una escena inicial en la que su madre, comunista ella, le explica que los están espiando parece amenazar con la pavada psicologista del trauma infantil para explicar todo, pero por suerte no pasa de esa escena. Maguire compone el personaje sin caer en el exceso, lo que ayuda a evitar los peores vicios de este tipo de films. Fischer es retratado como un individuo en urgente necesidad de ayuda que le es negada en pos de que cumpla su función: ganarle al ruso. Sus allegados notan el problema, pero no lo remedian, a pesar de las obvias señales. En ese punto encuentra parentezco, por la ruta de la ficción, con otra película de este año: Amy, el documental sobre Amy Winehouse. Ambos ponen el foco en una figura cuyo final estaba anunciado y cómo, no por ignorancia sino por conveniencia, nadie hizo nada. Esta idea es central en el film y su mayor fortaleza.
Una de las bellezas del cine yace en la posibilidad de hacer comprensible y fascinante a pura narración un universo completamente ajeno al del espectador. Uno puede no conocer ni una regla del béisbol, pero ver una película en ese mundo y entender todo lo que sucede, y puede detestar la violencia del boxeo pero emocionarse hasta las lágrimas viendo Rocky. Seguramente lo mismo pueda hacerse con el ajedrez, pero no es La jugada maestra la que va a demostrarlo. La relevancia del juego es clara, pero no siempre sus detalles. Los movimientos a veces son explicados y a veces no, y el director no logra convertirlos de elemento de la trama a lenguaje cinematográfico.
Zwick, que no es ningún gran autor pero supo alcanzar la excelencia al menos una vez gracias al toque mágico de nuestro querido Tom Cruise, demuestra su profesionalismo al narrar la historia de Fischer, pero no mucho más. La existencia de la película termina siendo irónica: al contrario que su protagonista, pasa sin pena ni gloria.