La partida arranca mal, pero mejora
El genial ajedrecista estadounidense es un personaje difícilmente aprensible, y más si se lo aborda con armas convencionales. Por eso, aunque la primera hora del film naufraga en su intento de biopic, luego levanta con el match por el título del mundo.
El ajedrecista estadounidense que se coronó campeón más joven (a los 12 años), el que obtuvo más temprano que nadie el título de Gran Maestro (a los 15), renunciante a la práctica de ese deporte a los 21, campeón mundial a los 29 años, perdedor del título por exigencias absurdas, jugador genial e imprevisible, arrogante, asocial y cuasi célibe, neurótico a más no poder, semi retirado del mundo como un ermitaño durante sus últimos cuarenta años, Robert James “Bobby” Fischer (1943/2008) es un personaje difícilmente aprensible. Mucho más si se lo quiere abordar con armas convencionales, como es el caso de este film dirigido por el amanuense Edward Zwick (Tiempos de gloria, Diamante de sangre). Sobre guión de Steven Knight (Promesas del Este), La jugada maestra (“Sacrificio del peón” es la traducción del título original) bracea durante una hora un intento de biopic que no funciona; la segunda parte la dedica enteramente al match por el título del mundo contra Spassky, y ahí sí funciona.Carne de un diván al que por supuesto jamás accedió, el antisemita, negacionista y macartista Bobby Fischer era hijo de una mamá judía, a la que el FBI le sospechaba filiación comunista, tras largos años de radicación en la URSS (migró de allí cuando Stalin empezó con sus purgas). En su primera parte, La jugada maestra usa como hilván del relato una serie de fotos tomadas por agentes del FBI, desde la infancia de Bobby hasta la partida de 1972 en Islandia. Después, la película se olvida de ese eje y lo abandona, como quien tira un pañuelo descartable usado. Lo que no abandona es una línea muy interesante: la del modo en que el solitario “combate” que Fischer libró durante toda su carrera contra el sistema ajedrecístico soviético resonó en el marco de la Guerra Fría. De uno y otro lado. En un momento dado, a Bobby (Tobey Maguire, que no sólo no se parece a BF sino que tampoco logra evocarlo, en carne o espíritu) se le arrima un abogado (Michael Stuhlbarg, protagonista de Un hombre serio, de los hermanos Coen), que extrañamente se ofrece a asesorarlo ad honorem. Y que confiesa ser tan “patriota” como él, y tener contactos en Washington (eventualmente lo pondrá en línea con Henry Kissinger, interesadísimo en ganarles a los rusos). Del otro lado, Boris Spassky (Liev Schreiber, completando gran doblete luego de En primera plana) anda siempre seguido por dos komissars.Más vale dejar de lado esa primera hora, cuando Fischer dice “¿vamos a California?” y le siguen planos de surfers y chicas en bikini, y dar paso a la segunda, cuando guionista y realizador aciertan en concentrar la acción del que está considerado el momento más alto en la historia del ajedrez, en un tiempo que sin ser real se siente como tal. El tiempo se condensa, el espacio también (el del escenario del teatro islandés), la acción se reduce (los dos contendientes, el tablero, detrás de bambalinas los asesores), los planos se acortan (un leve sonido hipersensibiliza a Fischer, la cámara se concentra en sus ojos, sus oídos, su alarma), la tensión crece (Fischer obliga a apagar una cámara porque le molesta el siseo, Spassky siente que su sillón vibra), la imprevisibilidad alfora (Fischer no se presenta a la segunda partida y se pone al borde del KO). Sí, OK, su primera victoria es celebrada desde la banda de sonido con “Listen to the Music”, de los Doobie Brothers. Fina, la película no es. Pero durante una hora es efectiva, y eso ya es bastante.