Por pocas cosas se recuerda a Tobey Maguire luego de la trilogía Spider Man. Quizá su protagónico en Hermanos (2009), remake del film de Susanne Bier, o su rol en la remake de El gran Gatsby (2013). Encarnar al legendario Bobby Fischer, en un film que además coproduce, parecía un buen plan para escapar, si no de la falta de originalidad, al menos de la telaraña en que quedó su recuerdo. Maguire tiene cuarenta años, pero conserva un perfil de baby face que lo ajusta al protagónico. En principio, la idea es buena. Tras ver el film, cuesta creer que, al menos por el momento, Maguire haya dejado atrás su disfraz de Hombre Araña. Bajo la dirección de Edward Zwick (El último samurái), esta biopic hace una narración cronológica en la vida de Bobby Fischer, desde su infancia en Brooklyn, sus tempranas demostraciones de genio y el padrinazgo de Carmine Nigro (Conrad Pla), preludio que desemboca en su coronación de campeón norteamericano de ajedrez. Superada la adolescencia, Maguire lo representa en sus años veinte, con la vista puesta en la ex Unión Soviética y su obsesión por quitarle el título mundial al ruso Boris Spassky (Liev Schreiber). La paranoia al borde de la psicosis que embarga a Fischer recuerda en algo a El aviador, el film de Scorsese acerca de Howard Hughes, pero la locura que interpreta el actor es controlada, más un fin en sí mismo que la posibilidad de una exploración. La versión de Zwick, con guión de Steven Knight (Promesas del Este), hace un dramático (y no fallido) foco en la rivalidad Fischer-Spassky, y todo lo que acabó en el “Match del siglo” de 1972; afuera quedan la sanción de los Estados Unidos y las obsesiones antisemita y antinorteamericana del ajedrecista, con su retiro en Islandia. Demasiado complejo para un biopic, Fischer es retratado por la ficción apenas en la superficie.