Golpe al corazón
Damien Chazelle, quien en 2014 debutó como escritor y director de Whiplash, Música y Obsesión (Whiplash), se está haciendo rápidamente un currículo de películas formalmente perfectas pero armadas entorno a credos problemáticos. La tesis de Whiplash, Música y Obsesión es que el abuso físico y psicológico son estrategias didácticas no sólo válidas sino hasta imprescindibles para despertar el genio del alumno. La de La La Land (2016) es que el amor y el éxito son incompatibles.
Algo de esto ya se entrevé en Whiplash, Música y Obsesión, cuando el joven Andrew Neiman (Miles Teller) debe deshacerse de una relación perfectamente sana y prometedora para abocarse del todo al abuso sistemático de su profesor de batería. La La Land hace de aquella subtrama su propia película, planteada como una comedia musical inspirada en las del Hollywood de antaño. Es una oda nostálgica a un género y un tiempo ya muertos – como ¡Salve César! (Hail, Caesar, 2016) de los hermanos Joel y Ethan Coen – y el hecho de estar ambientada en la modernidad le tiene sin cuidado a la hora de sugerir que el glamour del viejo Hollywood aún existe a la vuelta de la esquina.
Los protagonistas son Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone), dos aspirantes a la fama – él como músico y ella como actriz – que se encuentran ya demasiado frustrados e impacientes por la mala suerte pero que a través del amor potencian sus sueños, forzándose mutuamente a seguir persiguiéndolos. Esto los lleva por senderos complicados, en los que el éxito y la pasión son difíciles de conciliar. ¿Vale la pena apasionarse por el éxito? ¿Vale la pena ser exitoso por algo que no te apasiona?
Todo esto se muestra con una estética que replica la “falsedad” del set anticuado – Los Ángeles es una serie de escenarios encandilados, revistos de colores primarios de alto contraste y relleno de extras listos para unirse a complejísimos números musicales. Los peores musicales sacan número tras número porque sí. Éste es el buen tipo de musical, en el que cada número es único de alguna forma y refleja algo urgente y relevante a la trama. Y cuando termina es una lástima.
El film comienza con el mejor de todos, una coreografía secuencial en un embotellamiento en el medio de una autopista, con una música alegre y enérgica que sienta el tono y leitmotiv del resto de la película. Hay un número en el que la pareja literalmente baila en las nubes, a lo Moulin Rouge (2001). Y otro de tap en el que canalizan a Fred Astaire y Ginger Rogers. La comparación no es gratuita; ésta es la tercera película que reúne a Ryan Gosling y Emma Stone y la química cómica y romántica del dúo es memorable.
La La Land es una película hermosa que esquiva la cursilería y el golpe bajo con momentos espontáneos de realismo – la gran pelea que le espera a la pareja, a tres cuartos de final, es una expresión de conflicto genuina más que un recurso de guión – y por lo demás es sumamente efectiva como comedia, romance y musical. En el fondo de todo está la divisiva cuestión de la ideología de la película, en la que ahora no uno sino dos seres se flagelan en el nombre de la excelencia personal. Lejos de arruinarla con un planteo tan polémico – sea cual sea la opinión de cada uno sobre la cuestión –, termina convirtiendo una comedia en tragicomedia.