Pasión, creatividad y talento al servicio del entretenimiento
Tras hacer historia en los premios Globo de Oro y en las recientes nominaciones a los Oscar, se estrena este tercer largometraje de Damien Chazelle, quien con apenas 32 años se ha convertido en el director estrella del cine estadounidense. Su consagración definitiva (ya había llamado la atención en 2014 con Whiplash: Música y obsesión) llegó con una suerte de homenaje y a la vez reformulación de uno de los géneros clásicos de Hollywood como el musical.
En efecto, La La Land: Una historia de amor remite a las mejores exponentes de ese género (desde Cantando bajo la lluvia y Brindis al amor hasta el Jacques Demy de Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort), pero no se queda en la mera exaltación nostálgica (más allá de referencias explícitas a Ingrid Bergman o a James Dean) sino que le imprime una pasión, una energía, una capacidad para la comedia y una creatividad visual inagotable que lo convierten en un film en varios momentos fascinante y siempre disfrutable.
La película arranca con una extraordinaria escena musical coreografiada en medio de un caos de tráfico en un puente de Los Ángeles contemporánea (aunque en muchos sentidos la historia es atemporal). Allí no sólo se conocen (de la peor manera posible) los dos protagonistas sino que también aparecen las características salientes del film: el trabajo con largos planos-secuencia (el montaje sería la mejor forma de esconder eventuales desajustes o desprolijidades) y una apuesta a la naturalidad incluso en el artificio. Es cierto que la película tuvo meses de ensayos previos, pero las estrellas Ryan Gosling y Emma Stone no tienen miedo de mostrar que no son ni brillantes bailarines ni excelsos cantantes. Y esa imperfección resulta perfecta para exponer las carencias y limitaciones de sus personajes, que no por eso pierden ni un ápice de su encanto ni su glamour.
Gosling interpreta a Sebastian Wilder, un músico que se gana la vida tocando al piano standards de jazz en un restaurante en el que nadie lo escucha mientras sueña con reabrir un mítico club; y Stone, a una actriz que deambula sin suerte por toda sesión de casting y trabaja en una cafetería dentro de los estudios de Warner Bros. La película seguirá -con humor y sensibilidad y bien lejos de la posmodernidad de Moulin Rouge!- la historia de amor y los distintos caminos laborales.
Para la controversia quedan algunos aspectos como la mirada algo conservadora (¿del personaje o también del guionista/director?) que opone al pop como el mal dentro de la música y al incomprendido jazz como refugio de calidad y buen gusto, así como cierto regusto amargo y hasta con algún dejo sádico cuando expone los sacrificios que hay que hacer para cumplir los sueños y que, a veces, tiene al amor como víctima principal. Más allá de estos u otros rasgos (no demasiado) polémicos, La La Land regala dos horas de entretenimiento puro y genuino que ratifican a Chazelle ya no como una promesa sino como uno de los directores más talentosos del panorama actual.