Excelentes números musicales y un homenaje formalmente impecable a los clásicos de la Era Dorada de Hollywood es lo mejor que tiene para ofrecer la nueva película del director de “Whiplash” que, lamentablemente, no esta a la altura de sus referentes a la hora de narrar una historia sensible, coherente y generosa con sus personajes y con el público. Protagonizan la notable Emma Stone y Ryan Gosling.
La nostalgia es un arma de doble filo. Y películas como LA LA LAND son el ejemplo perfecto de esa contradicción. Un bello homenaje a los musicales de la Edad de Oro de Hollywood, la película de Damien Chazelle es también una historia que se contradice a sí misma, que está peleada con su propia lógica narrativa. Tal como dice la frase que abre esta crítica –y que uno de los amigos del protagonista le espeta en la cara a él–, es la historia de alguien que cree que todo tiempo pasado fue mejor y que la única forma de salir airoso y con la cabeza en alto de esta triste realidad es refugiarse en el pasado: las películas de entonces, el jazz de todos los tiempos. Para él, ser revolucionario es volver a los ’50. De ahí en adelante, nada vale la pena.
La historia que cuenta LA LA LAND es la más simple y vieja del mundo: chico conoce a chica, empiezan un romance, luego viene la tristeza y, como diría Leonardo Favio, unas pocas cosas más. De entrada queda claro que Chazelle tiene el talento y el ingenio para montar números musicales espectaculares. De hecho, el primero –que transcurre en una atascada autopista y que fue parodiado en la apertura de los Globos de Oro– es tan notable, que la película nunca lo logra superar y corre tras su sombra durante dos horas. Tiene, claro, otros notables (aunque más pequeños) momentos musicales/coreográficos donde se conjura cierta magia clásica gracias al encanto y al talento de Emma Stone, primero, y de Ryan Gosling, en menor medida, después (que me perdonen sus fans pero es un actor que no me termina de convencer), pero el primero es tan arrollador como insuperable. Un verdadero showstopper.
Sebastian es un músico de jazz que quiere tocar sus canciones y llegar a abrir un club de jazz en un lugar que supo ser un templo de esa música y hoy se ha convertido en un bar de “samba y tapas”. Pero no le queda otra que tocar ahí melodías navideñas y, apenas se le cruza por la cabeza arrancar con algo más jazzero, lo echan al instante. Ella, Mia, es una actriz que trabaja en un café en los estudios de Warner y que no logra pasar ningún casting, más allá de su evidente talento y gracia (la escena que actúa en su primera sesión es tan notable que hay que pensar que son idiotas los directores de casting que no la saben apreciar). Pero así son las cosas en Hollywood y la chica no tiene más opción que circular por fiestas con ricos, famosos y wannabes que, previsiblemente, son uno más nabo o pedante que el otro.
Pero ellos, se sabe, son mejores que los demás y pronto se van a encontrar. Tras cruzarse un par de veces y casi maltratarse, al final terminan coincidiendo en la salida de una fiesta en la que ella se aburre y él, para ganarse el pan, tiene que tocar en una banda que hace covers de los ’80 y se viste con atuendos de la época. Para Chazelle, evidentemente, tocar temas de A-ha y A Flock of Seagulls debe ser algo tan patético como comer tapas y escuchar samba a la vez, y pronto ambos salen a la calle y conectan. Allí sucede otra de las grandes escenas del filme: un numerito musical más pequeño en las colinas de Hollywood que es de una belleza y sencillez encantadoras. En todos los casos, y siguiendo ese purismo (respetable, pero purismo al fin), Chazelle hace sus números musicales en planos secuencia para que se vea que sus actores cantan y bailan, más allá que las voces suenen grabadas allá lejos y hace tiempo, y los planos secuencias tengan sus ocultas trampas. De todos modos, todas las escenas musicales/coreográficos son un deleite de puesta en escena. Mis problemas con la película pasan por otro lado.
Sebastian, al principio, es un jazzero puro y duro que le pide a ella que deje de hacer castings para series malas (porque la TV, claro, es mala) y que escriba su propio unipersonal teatral (porque los unipersonales son inherentemente buenos y nobles), algo que le costará mucho a Mia sacar adelante. Pero luego de escuchar una conversación telefónica entre ella y su padre en la que Mia le dice que él no tiene un trabajo fijo, Sebastian decide sentar cabeza y aceptar el convite de un ex compañero de andanzas musicales que ahora es exitoso sacando discos y haciendo giras con una banda de soft-jazz, o pop-jazz, lo que para él es algo así como un castigo divino. Tanto asquito le da –y tan buen músico de jazz de verdad es él– que toca los solos con una mano mientras tiene la otra en el bolsillo. No solo eso sino que el público, esos “idiotas” que colman los estadios, lo ovaciona por esa basura que hace. Pero quiere ser un buen partido y se sacrifica por ella, algo que Mia jamás le pidió.
Los conflictos posteriores ya ameritan un aviso de SPOILER, así que los que hayan visto la película o no les importe enterarse, pueden seguir leyendo. A los que quieran evitarlos les recomiendo saltearse estos dos párrafos. Los conflictos dramáticos que llevan a la pareja a distanciarse son tan confusos como insustanciales: una separación por unos meses porque ella tiene que filmar una película o él tiene que hacer una gira no deberían ser un problema, al menos en principio, para personas del llamado “mundo del espectáculo”. De otro modo no habría pareja que resista. Y si bien es cierto que pocas resisten, acá se plantea como un problema insuperable… de entrada. Y no como una consecuencia.
Más cerca del final, Chazelle apuesta a volver a contar toda la historia en una suerte de what if: ¿qué hubiera pasado si todo salía bien y ambos, además de triunfar en sus respectivos universos, seguían juntos? Lo que queda claro es que no hay muchas diferencias, que tranquilamente podrían haber seguido en pareja, ya que no parece haber otro factor de separación que una potencial distancia física. Y uno imagina que gente con la pasión que se profesan (cuando bailan en el planetario del Observatorio Griffith tras su frustrado intento por ver REBELDE SIN CAUSA parecen estar enamorados como pocos lo hemos estado alguna vez) podría pelear un poco más por mantener ese lazo. Acá, bueno, los guionistas decidieron que no vale la pena el esfuerzo.
Ya SIN SPOILERS, lo que queda claro es que Chazelle es un cineasta muy talentoso que tiene muchas mejores ideas para la puesta en escena que para la narración, las historias y los personajes. Sus músicos de jazz blancos, nobles salvaguardas de una cultura en extinción, que les explican a las chicas lo que es el jazz (ella cree que jazz es Kenny G, un chiste que era malo y viejo en 1997) me resultan cada vez más intragables. Y aquí, como en WHIPLASH, la chica termina siendo algo que puede representar un incordio a la hora de seguir a la musa de Charlie Parker y compañía. Porque para un músico de jazz lo primero, lo último y lo único que importa es el jazz. Las mujeres pasan, Art Tatum queda.
Lo cual nos lleva a otro problema de la película: su nostalgia respecto a los musicales clásicos de Hollywood y a sus versiones un tanto más vanguardistas de Jacques Demy (LOS PARAGUAS DE CHEBURGO y especialmente LAS SEÑORITAS DE ROCHEFORT, cuyo número musical inicial remeda y expande) de los ’60 no necesita asentarse en un desprecio por todo lo que hecho luego. El cine clásico puede ser insuperable y, siguiendo la lógica de Chazelle, el jazz también, pero no hace falta despreciar todo lo demás para celebrarlo. LA LA LAND podría haber sido un excelente musical si no buscara “enemigos” donde no necesariamente los hay, un musical celebratorio, inclusivo y generoso, que es lo que promete la excelente escena inicial que es un cruce de razas, estilos y culturas en medio de una autopista donde cada idiosincracia y gusto son respetados. Pero Chazelle no puede ser celebratorio al cien por ciento. En algún lugar tiene que marcar líneas, ponerse en portero de algún exclusivo bar nocturno: “vos entrás, vos no”. Eso se extiende al punto de impedir un final totalmente feliz ya que, siguiendo esta misma lógica, la película puede ser mágica (y la música y el baile), pero la vida siempre te va a jugar una mala pasada cuando menos te lo esperás. Y si no sale naturalmente, para eso están los guionistas…
Y es una pena porque la película tiene todo para ser extraordinaria. La música y las canciones funcionan (si bien lo que Sebastian compone no es precisamente el jazz más puro que dice admirar) y, si el espíritu celebratorio y pop de verdad que tienen muchas de esas canciones se trasladaran a toda la película, podríamos estar hablando de una obra maestra. LA LA LAND ofrece un combo potencialmente insuperable que incluye también muy buenas coreografías y diseño de producción, una gran puesta en escena de los números musicales y la mágica Emma Stone –que hace siempre todo bien– en el rol principal. Pero tiene un director/guionista que en algún punto tiene que dividir las aguas, separar justos de pecadores, echando a perder gran parte del placer democrático y popular que supieron ser los grandes musicales clásicos de Hollywood.