CORAZONES ABOLLADOS
Cuando el entretenimiento se busca como evasión rara vez se eligen obras que nos pongan a prueba. Esto es, que se metan con nuestros miedos, con nuestras elecciones de vida, con las fobias, con el dolor que provoca el rechazo y con lo que nos pasa cuando se nos ocurre enamorarnos. La La Land es de esas películas que uno no creería que pueda bucear tan profundo en nuestra conciencia y hacer que nos duela el corazón al recordar lo que fue, pudo y no pudo ser de nuestra propia vida en un impensado y colorido musical.
Claro que no se trata de desmerecer al género, reconozco que no es de mi preferencia y salvo Cantando bajo la lluvia, Los hermanos caradura, La tiendita del horror o ¿Puede una canción de amor salvar tu vida?, podría contar con los dedos de una mano los musicales que recuerde como memorables en mi lista. Cuestión de gustos y prejuicios que, una vez más, debo reconocer como algo a corregir urgente.
El comienzo es avasallante, muy al estilo Broadway: en una carretera llena de autos atascados sus ocupantes salen, muy prolijos pero a toda potencia y se ponen a cantar y a bailar un tema que va creciendo en intensidad y es acompañado por un travelling virtuoso en el que se perciben -desde el principio- las abolladuras de los vehículos antes de que sean pisoteados por los bailarines -sus reales dueños, cuenta la leyenda-. Esto indica que al director -detallista extremo como para pensar que fue un descuido- no le interesa disimular ni un poco que esa escena fuera ensayada muchas veces antes y considera, en cambio, meritorio mostrar todos los efectos colaterales que implicó su preparación. Y a la vez no deja de ser una señal de lo que se viene: color y brillo en una historia rosa y romántica, repleta de gags y momentos de dramática superficialidad como en los musicales, clásicos y no tanto. Pero claro, los abolladuras también quedan a la vista y nos hacen ver lo real y palpable de los problemas a los que se enfrentarán los protagonistas.
Mía (la increíble Emma Stone) es una aspirante a actriz que trabaja en la cafetería de un estudio y se la pasa audicionando en busca de una oportunidad para convertirse en una de las estrellas que atiende a diario. Sebastian (el Ryan Gosling más histriónico al momento) es un pianista de jazz clásico que se indigna con la decadencia de su género musical favorito y sueña con hacerlo resurgir en el lugar más emblemático, históricamente hablando. Ambos, casi agua y aceite en gustos y preferencias, se conocen y reconocen luego de varios encontronazos que ponen en evidencia lo fortuito del amor a puro cliché. Hasta aquí todas son risas, incluso las complicaciones que vendrán no salen de lo cotidiano y del uso de recursos habituales en la comedia romántica tradicional, aunque todo brille mucho más en medio de grandes momentos musicales que, lejos de desconectarse de la historia, la hacen fluir. Luego el tema principal se vuelve más descarnado y pasa por las elecciones, por la renuncia a los sueños y los motivos que llevan a los personajes a eso. El director se mete con un fantasma que debe ser el demonio más grande que llevamos dentro y al que la mayoría de nosotros tarda demasiado -o no llega- a derrotar. En ese sentido es notoria la ausencia de un villano tangible, de un antagonista que provoque tensiones en la historia. ¿Se tratará de los implacables encargados de castings que rebotan a Mia sistemáticamente en cada audición? ¿Será el carismático pero implacable Bill (J.K.Simmons), encargado de frustrarle el repertorio a Sebastian, el más odiado del film? Nada de eso, el verdadero monstruo es el miedo al fracaso personal, algo que Mia no deja de expresar con increíble naturalidad.
Esta situación es la que rompe con la estabilidad necesaria para que ambos vivan con tranquilidad su historia de amor y eso provoca que todos nos preguntemos qué es lo más importante en la situación que viven. Y la respuesta se complica porque el amor que Sebastian profesa por Mia es de los más puros, es de una nobleza que duele y deja chico a cualquier aspirante que quiera bajar la luna y las estrellas para el objeto de su afecto. Pero eso no tiene que ver con dejar todo por ella, sino en evitar que renuncie a sus sueños, aunque quepa la posibilidad de que no sigan juntos o ni siquiera vuelvan a verse. Es amor desprovisto de egoísmo.
Damien Chazelle -superando ampliamente su trabajo en Whiplash– logra transmitir todo eso no sólo con hechos sino con pequeños diálogos que nos hacen entender todo. Incluso con gestos, con pequeños gestos como “esa sonrisa” que nos dice lo que les pasa por dentro a esos dos con precisión en un momento clave. También nos regala uno de los finales más emotivos de los últimos tiempos y sin golpes bajos, apelando sólo a nuestra sensibilidad. El director/guionista demuestra conocer la fibra íntima y motor que nos mueve a aquellos que tenemos una vocación, una pasión por lo que hacemos o quisiéramos hacer y por cómo luchar contra las concesiones que nos impiden lograrlo.
La La Land es mi primer 10 desde que escribo en Funcinema. Si bien me parece un puntaje desprovisto de mesura y muy cercano a lo más subjetivo que uno pueda ser, no es antojadizo ni fanatizado. Es probable que la película presente detalles o algún que otro problema que tenga que ver con su estilo narrativo. En lo personal no me molestó en lo más mínimo y como me pasa cada vez que un director logra cautivarme, los asimilé como parte de una historia que hoy se me antoja perfecta. Tampoco me gustaría que Chazelle pase a ser un nuevo niño mimado de Hollywood y el ego lo desborde -teléfono para Iñárritu-. Espero que siga experimentando con distintos géneros para contar sus historias pero, por sobre todo, que no deje de abollar corazones, nos hace falta.