A la hora de reseñar La La Land es necesario separar el hype exagerado de los medios de comunicación de la obra de Damien Chazelle.
El nuevo trabajo del director de Whiplash tiene méritos artísticos enormes y es una buena película dentro de la propuesta que ofrece, sin embargo, también está muy lejos de ser la obra maestra indiscutible y suprema que mucha gente califica.
Resulta ridículo creer que una producción que tiene protagonistas que no pueden cantar (con excepción de John Legend) y bailan como los participantes de un reality show de danza sea una obra que esté a la misma altura que West Side Story, Cabaret, Camelot o producciones modernas recientes como Moulin Rouge y Chicago.
En un punto entiendo los elogios exagerados que generó este film pero me cuesta muchísimo apoyarlos.
Creo que las reacciones desmedidas tienen que ver con el sentimiento de nostalgia que despierta la película por la añoranza de un cine que no existe más y se contrapone a la producción Hollywoodense de estos días.
La obra de Chazelle evoca esos filmes que en los años ´50 y ´60 invitaban al espectador a soñar y tenían una magia especial que se perdió en el cine norteamericano de la actualidad.
Gran parte de la producción de los estudios hoy se concentra en desarrollar remakes y adaptaciones de cómics. La comedia vive una situación agónica con la escatología y el humor de drogones y salvo por alguna inspiración de Richard Linklater hace añares que no llega una gran película romántica a los cines.
En ese contexto aparece La La Land y es entendible que encandile a mucha gente cuando Hollywood no atraviesa su mejor momento creativo.
La propuesta de David Chazelle es interesante por la manera en que narra una historia de amor moderna y al mismo tiempo homenajea el viejo cine norteamericano.
Algo que excede al género musical, ya que también hay referencias concretas a Rebelde sin causa, el clásico de Nicholas Ray con James Dean.
Uno de los elementos atractivos del argumento es que celebra los romances idílicos del cine hollywoodense a través de una historia de amor que le escapa al melodrama o el sentimentalismo forzado.
En ese sentido La La Land deber ser una de las propuestas románticas más realistas y honestas que se vieron en los últimos años.
Otro acierto importante del guión es el mensaje que predica sobre la vocación artística y los enorme sacrificios que acarrea la elección de ese camino, que es el eje central de esta película.
La puesta en escena que construye Chazelle para narrar la historia de amor entre un pianista de jazz y una aspirante a actriz es impecable en los campos más técnicos.
Algo que sobresale y se disfruta especialmente en la estética de las escenas musicales.
Dentro del reparto Ryan Gosling tiene sus buenos momentos como el pastor Giménez del jazz y Emma Stone domina sin problemas el rol de chica adorable que hasta ahora le tocó componer en todas sus películas. La diferencia es que en esta oportunidad tuvo un poco más de espacio para lucirse.
Pese a las limitaciones de ambos en el canto, algo que fue buscado intencionalmente por el director, los dos protagonistas hacen un trabajo decente en los números musicales.
Sin embargo, esas secuencias tampoco son la obra maestra que se pontifica en los medios. Se trata de momentos nostálgicos que se disfrutan en el contexto de la historia y nada más.
La canciones son simpáticas pero olvidables y veremos con el paso del tiempo si logran quedar en el recuerdo.
La La Land está muy lejos de ser una de las más grandes producciones del género musical, pero ofrece una original re-imaginación de la era dorada del cine Hollywoodense que es ideal para disfrutar en una sala de cine.