Caricia al corazón
En 1982, Francis Ford Coppola estrenaba su proyecto personal más ambicioso: Golpe al Corazón (One From the Heart), ese que le costó una nueva hipoteca de sus propiedades y el trastabillar por el abismo de la quiebra, por la que transitaría algunas veces más. Tal obra magnánima presentaba un paño formal, que excedía el virtuosismo del director de fotografía Vittorio Storaro en su trabajo sobre el color en la imagen electrónica porque Coppola buscaba plantar la bandera autoral desnudando el artificio; el mundo ya no era un escenario -como decía Vincente Minnelli- ni tampoco el escenario un mundo, sino que el escenario no era más que un escenario, esa capa con la que el cine siempre trabajó, a modo de velo para sus hilos, ya estaba descubierto. En Golpe al Corazón, Las Vegas (la ciudad más artificial del mundo) era representada en su totalidad en un estudio gigante; es decir que desde un principio se rompe la ilusión, de la misma manera que sucedía con los números musicales: mal bailados y cantados todos en off. Toda esta introducción es para presentar la contracara de esa ambición coppoliana desmesurada: La La Land (2016).
La película de Damien Chazelle, inmediatamente después de Whiplash: Música y Obsesión (Whiplash, 2014), es una que no abre el telón para decirnos: “Este es el escenario”, sino que abre el juego del musical en un espacio casi inconmensurable: una autopista de Los Angeles. Allí se desata la parafernalia retórica en un plano secuencia dinámico, que va en un in crescendo de la música y la destreza coreográfica, hasta que la cámara se detiene en los dos personajes de la historia. Desde sus perfiles, el de una aspirante a actriz, Mia (Emma Stone, en una interpretación repleta de carisma) y el de un pianista de jazz quien busca abrir su propio club, Sebastian (Ryan Gosling) hay una idea sobre la necesidad de soñar, ese combustible del que se alimenta la ciudad de Los Angeles. La La Land es un intersección del camino pedregoso del sueño hollywoodense y los rasgos genéricos del musical, en una suerte de disonancia complementaria; la utopía de triunfar en un mar asfixiante de soñadores que persiguen la misma liebre del éxito en Hollywood se topa con la esperanza que el musical ofrece desde ciertas características, sobre la que más se apoya Chazelle; es la irrupción de los números en los momentos dramáticos más profundos para los personajes, es decir lo que es un intento de transformar esas situaciones en burbujas de optimismo para resolverlas. Los bailes con coreografías semi-espontáneas generan una mancomunión del cuerpo con una imagen, en la que juegan las luces y claroscuros repentinos exponiendo la espesura del escenario. La imagen cobra vida propia en cada secuencia musical, siendo autónoma de los personajes, pero no de sus objetivo, o mejor dicho, del súper objetivo de cada uno porque en lo músical de La La Land aparece la ensoñación. La improbabilidad de la concreción de esos objetivos, a modo de subtexto de ese optimismo, está representada en la cinética de los cuerpos desplegados al compás de canciones cursis como si surgieran para apañar un dolor a sabiendas de un final inevitable.
La La Land es la refracción de Golpe al Corazón porque el transcurrir hacia la materialización de los sueños no es un camino del héroe, no hay una búsqueda circular del equilibrio sino que la línea es oblicua, multidimensional a pesar de los cliches (aunque deformes en el buen sentido) que representan los personajes, incluso como pareja romántica que abraza el cine clásico (ver la secuencia-homenaje a Rebelde Sin Causa [Rebel Without a Cause, 1955]) y a todo ese carácter metonímico que representa Los Angeles para el cine de Hollywood. Es el mundo del escenario dentro del escenario, pero los hombres y las mujeres no alcanzan la cima al tocar los sueños, allí comienza una nueva historia. Chazelle con la deformación de rasgos comunes (y el homenaje a grandes clásicos) del musical endereza esa ambición torcida de Coppola, casi un cuarto de siglo más tarde.