Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) son dos artistas incomprendidos, casi frustrados, en la eternamente soleada Los Angeles. Ella sueña con ser actriz pero es ignorada en las audiciones que consigue a pesar de su talento; él anhela tener su propio club de jazz pero se ve obligado a pasar por los villancicos y el pop para poder subsistir. La historia es un cliché, sí, pero esta elección, clásica, podría ser revolucionaria en la lógica del film.
La La Land tiene todo para ser una obra maestra y llega a serlo en algunas oportunidades. Los colores que desfilan frente a nuestros ojos ya la hacen una experiencia estética que merece ser vivida en la pantalla grande. La música trabaja con pocos motivos musicales y los desarrolla con variaciones que pasan por el jazz y lo épico que debe tener una banda sonora de un clásico.
Es una pena que Chazelle, después del montaje tan rítmico (por momentos hasta excesivo) que había trabajado en Whiplash, cayera en lo que parece ser una competencia por quién logra el plano más largo y difícil técnicamente. Por momentos, la cámara agradecería algo del clasicismo que Sebastian tanto defiende, puesto que en esa carrera los planos se vuelven incómodos e impiden ver con claridad las coreografías, o les dan un tinte de desprolijidad que el género no necesita.
También hay números musicales virtuosos, especialmente en A lovely night, donde la coreografía es simple pero omnipresente y la música guía todas las acciones de Stone y Gosling.
Leer en el film una celebración del sueño americano es, a mi entender, algo apresurado. Como en Whiplash (pero sin sangre, ni violencia), el foco está en las peripecias que los personajes deben atravesar para conseguir lo que quieren, de aquello que deberán sacrificar en el camino, y hay un espacio para que el espectador decida si eso valió la pena o no. Si Whiplash era una película sobre la rivalidad entre artistas, en la que el concepto de arte no estaba en conflicto, en La La Land se suma una dicotomía en el modo de producción de arte; en realidad hay un límite claro, demasiado claro, que la película propone y jamás cuestiona sobre qué es arte y qué no, a la cual se le opone una opción descartada de entrada. La película se pierde la oportunidad de superar esta disyuntiva de una manera innovadora.
Narrativamente, La La Land se siente algo elíptica: confía en que las secuencias de montaje bastan para contar algunos movimientos claves de la historia, y al público no le queda más que aceptarlos, basándose sobre todo en la química actoral de Gosling y Stone, que llenan esos vacíos del guion con sus miradas. Hay algo del lugar común que hace que esta carencia de profundización del conflicto, tanto en el plano romántico como en el plano artístico, se haga tolerable pero perfectible.
Todos estos problemas son opacados por el brillo innegable del epílogo, donde el plano secuencia cobra sentido para generar un espacio ininterrumpido de fantasía, una entrada a la subjetividad de Mia y Sebastian, con una expresión de deseo desbordante. Eso es lo que suelo buscar en el cine.