Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling) son dos artistas incomprendidos, casi frustrados, en la eternamente soleada Los Angeles. Ella sueña con ser actriz pero es ignorada en las audiciones que consigue a pesar de su talento; él anhela tener su propio club de jazz pero se ve obligado a pasar por los villancicos y el pop para poder subsistir. La historia es un cliché, sí, pero esta elección, clásica, podría ser revolucionaria en la lógica del film. La La Land tiene todo para ser una obra maestra y llega a serlo en algunas oportunidades. Los colores que desfilan frente a nuestros ojos ya la hacen una experiencia estética que merece ser vivida en la pantalla grande. La música trabaja con pocos motivos musicales y los desarrolla con variaciones que pasan por el jazz y lo épico que debe tener una banda sonora de un clásico. Es una pena que Chazelle, después del montaje tan rítmico (por momentos hasta excesivo) que había trabajado en Whiplash, cayera en lo que parece ser una competencia por quién logra el plano más largo y difícil técnicamente. Por momentos, la cámara agradecería algo del clasicismo que Sebastian tanto defiende, puesto que en esa carrera los planos se vuelven incómodos e impiden ver con claridad las coreografías, o les dan un tinte de desprolijidad que el género no necesita. También hay números musicales virtuosos, especialmente en A lovely night, donde la coreografía es simple pero omnipresente y la música guía todas las acciones de Stone y Gosling. Leer en el film una celebración del sueño americano es, a mi entender, algo apresurado. Como en Whiplash (pero sin sangre, ni violencia), el foco está en las peripecias que los personajes deben atravesar para conseguir lo que quieren, de aquello que deberán sacrificar en el camino, y hay un espacio para que el espectador decida si eso valió la pena o no. Si Whiplash era una película sobre la rivalidad entre artistas, en la que el concepto de arte no estaba en conflicto, en La La Land se suma una dicotomía en el modo de producción de arte; en realidad hay un límite claro, demasiado claro, que la película propone y jamás cuestiona sobre qué es arte y qué no, a la cual se le opone una opción descartada de entrada. La película se pierde la oportunidad de superar esta disyuntiva de una manera innovadora. Narrativamente, La La Land se siente algo elíptica: confía en que las secuencias de montaje bastan para contar algunos movimientos claves de la historia, y al público no le queda más que aceptarlos, basándose sobre todo en la química actoral de Gosling y Stone, que llenan esos vacíos del guion con sus miradas. Hay algo del lugar común que hace que esta carencia de profundización del conflicto, tanto en el plano romántico como en el plano artístico, se haga tolerable pero perfectible. Todos estos problemas son opacados por el brillo innegable del epílogo, donde el plano secuencia cobra sentido para generar un espacio ininterrumpido de fantasía, una entrada a la subjetividad de Mia y Sebastian, con una expresión de deseo desbordante. Eso es lo que suelo buscar en el cine.
Sólo puedo escribir esta crítica desde mi lugar: el de (algo así como “ex”) fanática de Harry Potter que, actualmente es una aspirante a editora audiovisual. Estas dos formas de mirar, una desde la nostalgia y otra desde la cinefilia actual, entraron en tensión a lo largo de las dos horas de visionado de Animales Fantásticos y dónde encontrarlos. Llegué hasta el día de la avant premiere sin haber visto ni un trailer; quería que todo fuera sorprendente. Esta primer película de la nueva saga parece recuperar el estilo naif de las primeras películas Potter, cuando Harry tenía tan solo 11 años, y sus lectores también. Creo que Animales Fantásticos está pensada ante todo para acercar a los niños al universo Potter; en esa búsqueda se pierde un poco la profundidad que había alcanzado el final de la saga, algo que a los viejos (también en edad) fanáticos nos puede decepcionar un poco por ser un retorno hacia una simplicidad cuya superación habíamos agradecido. De todas maneras hay una coherencia en la construcción del conflicto, de gran relevancia en estos tiempos, por lo que Animales Fantásticos puede ser vista como una crítica a la xenofobia. Como aspirante a editora audiovisual (o simplemente como cinéfila) no pude evitar notar una cierta torpeza en la narración, sobre todo en el manejo general del clima del film. Hay una hibridación de géneros (el policial negro, la comedia de enredos y el slapstick) que resulta incómoda, forzada. El manejo de las múltiples tramas oscila entre lo confuso y lo molesto por su heterogeneidad de registros y por la cantidad de personajes secundarios que tardan en cobrar relevancia. Quizás cada historia funciona por separado si se la ve linealmente, pero hay algo en el montaje alterno entre ambas que, en vez de potenciarlas, las entorpece y las hace sentir digresivas, aunque sobre el final comprendamos que afortunadamente no lo eran. Puede sonar contradictorio, pero rescato a la vez la efectividad interna de las secuencias cómicas, que hacen que el nivel de explicación que tiene el film por momentos no se haga agobiante. Como fanática de Harry Potter, y sospecho que para los no-fanáticos también, lo que nunca deja de ser un placer es la posibilidad de meterse en el maravilloso universo de J.K. Rowling. Ya sólo escuchar Hedwig’s Theme (el leit motiv más conocido, compuesto por Williams) al ver el logo de Warner me hizo sentir una emoción enorme, que realmente valoro. Animales Fantásticos nos sumerge en un universo que es el mismo y otro a la vez: coherente con lo anterior y lleno de novedades, con un montón de detalles, incorporando figuras arquetípicas de la Nueva York de 1926 y su idiosincrasia, además de la amplia variedad de criaturas mágicas que van desde lo adorable hasta lo ingenioso o lo grandioso. Quizás La Piedra Filosofal (2001) y Animales Fantásticos sólo son sostenibles desde la nostalgia, pero censurarla en nombre del purismo cinematográfico es no comprender el enorme peso que tiene la emocionalidad y el placer en el séptimo arte. Elijo, consciente del esfuerzo que implicó por momentos, mirar Animales Fantásticos como un regalo, tardío e inesperado, de unas horas más en este universo y como una promesa de un desarrollo en profundidad a futuro.
LA SONRISA TRISTE Bobby (Jesse Eisenberg), nacido y criado en el Bronx, decide mudarse a Los Angeles. Allí le pide ayuda, es decir, trabajo, a su tío Phil Stern (Steve Carrell), un importante productor cinematográfico. Trabajando con Phil, Bobby se enamorará de su secretaria, Vonnie (Kirsten Stewart). ¿Por qué seguimos yendo a ver películas de Woody Allen? Sabemos que no volverá a filmar Annie Hall (1977) ni Manhattan (1979). Tampoco vamos a sorprendernos por giros inesperados de la trama ni una “experimentación” con el lenguaje habilitada por nuevas tecnologías. La respuesta demasiado personal y simple que encontré a esa pregunta es que voy a ver películas de Woody Allen para disfrutar de vivir aunque sea por un rato alguna fantasía. Sin esta premisa me sería imposible mirar Midnight in Paris (2011), To Rome with Love (2012) e incluso Irrational Man (2015); se perdería también algo de la magia de Purple Rose of Cairo (1985). Café Society nos permite vivir amores imposibles y adentrarnos en los años ‘30s, favorita de muchos nostálgicos entre los que me incluyo. Cafe Society se construye con elementos ya vistos y trabajados a lo largo de la filmografía e Allen: triángulos amorosos, los años ‘30, familias judías, ironía, neurosis, cine, jazz. Woody se las ingenió para nunca dejar de ser él mismo, incluso cuando eso implicó ser su peor versión (como en la reciente y fallida Magic in the Moonlight). Incluso por momentos parecería que ningún chiste es enteramente nuevo y todo lo que dice Bobby es alguna reformulación de algo ya dicho por Alvy Singer. Afortunadamente, eso no lo hace menos gracioso. La narración se toma un excesivo tiempo para transportarnos a la época, con largas secuencias de fiestas, cenas y una trama sobre la mafia neoyorkina que sólo se vincula tangencialmente hasta el final con el conflicto central. La majestuosidad del vestuario y la fotografía alcanzaban para ésto, a la vez que volvían amenas estas pequeñas digresiones. La expresión de incomodidad constante de Jesse Eisenberg lo hace ideal para interpretar al protagonista masculino woodyallenesco por excelencia. En cambio, venía dudando de la elección de Kristen Stewart como Vonnie; le faltaba algo de vivacidad sin llegar a ser una completa indiferente. Con el correr del film fui entendiendo que hay algo de ese enigma que era esencial para el personaje, diferente de la Verónica de Blake Lively, igual de encantadora pero totalmente transparente y posible. Fue sin embargo el anteúltimo plano de la película, una sonrisa triste y corta, el que me convenció de Stewart por completo. Al terminar la película recordé que una vez un profesor nos dijo que gran parte del disfrute de ir al cine consiste en mirar rostros; en ese plano se condensan la amargura y el placer de la fantasía y el deseo, y como espectadores podemos asistir a su íntima lucidez. Si dejáramos de exigirle obras maestras a Woody Allen tal vez podríamos sonreir como Vonnie…
Tierra de mi tierra En Sangre de mi sangre, el más reciente film de Marco Bellocchio hay dos historias distantes que dialogan a través del espacio; en el siglo XVII, en un monasterio en Bobbio, se acusa a una monja de estar poseída; en el siglo XXI, un millonario ruso quiere comprar el edificio ya abandonado pero se encuentra con que allí vive un vampiro jefe de la mafia. De esta asociación (casi, aparentemente) libre nace un film heterogéneo en su tono, sus recursos formales y sus climas; en todos esos cambios, sin embargo, hay algo que permanece. Las evidencias de las acusaciones de criminalidad o de cuestiones mágico-religiosas están trabajadas fuera de campo: ambas historias comienzan dándolas por hecho y no veremos casi ninguna evidencia de ellas. En la primera parte, parecería que la palabra de alguien de autoridad alcanza e incluso prevalece por sobre las pruebas que éstas establecen. Y en el caso del vampiro es más bien su condición de eternidad lo que le interesa a Bellochio, lo que lo hace anacrónico, un extraño en su propia tierra, a quien la eternidad ya no le sirve. El film tiene una desconfianza por las figuras de autoridad, que bordean el límite entre la paradoja y la hipocresía. Quienes vienen a aplicar la ley están a su vez fuera de ella; la sed de “justicia” (o más bien sed de castigo) que en la Inquisición quería ver a las brujas arder y hoy quiere ver trabajar a la policía financiera va más allá de los hechos. Si bien Sangre de mi Sangre es algo heterogénea y fragmentaria, casi todas las escenas están cargadas de una emoción profunda, un humor ácido o una terrible crueldad. La fuerza que la película pierde en los lazos de las distintas situaciones es recuperada en la intensidad de estos núcleos, con una preocupación por lo inmanente. Es llamativo que sea el hijo del realizador, Pier Giorgio Bellochio, la sangre de su sangre, el único actor que interprete personajes distintos (aunque ambos se llaman Federico) tanto en la parte medieval como en la contemporánea. Otro elemento de unión entre ambos momentos es el cover de Metallica de “Nothing else matters”: un coro de niños con una reverberación eclesiástica, anacrónica y una canción actual, en inglés, como un intruso en el siglo XVII. Si nada más importa, ¿habrá algo que sí? Quizás aquello que haya que liberar despues de años y años de reclusión, quizás lo que hace que un vampiro quiera ver el sol…
Ganadora del premio al Mejor director en la Competencia Argentina del 30vo. Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, llega a los cines el segundo largometraje de Benjamín Naishtat (Historia del miedo). La película transcurre durante la primera mitad del siglo XIX, en una tierra donde reina la anarquía y un caudillo interpretado magistralmente por Pablo Cedrón intentará poner orden. El Movimiento se plantea experimental desde el comienzo: filmada en blanco y negro y con una relación de aspecto menos panorámico de lo que se acostumbra (según el director, esto permitía estar mas cerca de los personajes) e hibridando distintos lenguajes que van desde puestas cuasi teatrales hasta entrevistas en un modo documental. Si bien para este proyecto Naishtat realizó una investigación histórica, el guión de El Movimiento no se basa en ningún personaje concreto e invita a leer la película no tanto en relación con su propio contexto sino con nuestra actualidad.
La artificialidad hiperrealista Varios años después de Synecdoche New York (2008), su debut como director, Charlie Kaufman -también conocido por guionar Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004), El Ladrón de Orquideas (2002) y Being John Malkovich (1999) entre otros- vuelve al cine de la mano de Duke Johnson como co-realizador. Producida gracias a una campaña de crowdfunding vía kickstarter y filmada a un promedio de 2 segundos por día de rodaje, Anomalisa es un film de animación en stop motion hecho para adultos. La premisa de la historia es simple: un experto en atención al cliente, Michael Stone, viaja a Cincinnati para presentar su libro y dar una conferencia. El guion está basado en una obra de teatro que originalmente fue escrita para ser leída en vivo, con foley y con música, pero sin representación visual. Para Kaufman la cualidad sonora de Anomalisa como obra era muy importante, pero Duke Johnson pudo convencerlo de llevarla al cine de esta forma. Sorprendentemente, puede que esta sea la más realista de las historias de Kaufman, la menos disparatada (sin contar Confesiones de una mente peligrosa, de cuyo guión Clooney hizo una interpretación demasiado libre). El gran acierto desde el arte del film es no apuntar a la espectacularidad visual; de hecho la puesta de cámara es casi minimalista, pero precisa, y nos revela un universo muy similar al nuestro: en el nos sentimos algo nativos y algo extranjeros a la vez. Quien se pregunte por qué una película tan “de personajes” no fue filmada con actores entenderá con el correr de la historia la necesidad dramática para esta decisión: la tensión entre la artificialidad del modo de representación y el realismo que logra es una gran parte de la expresividad del film. En un año en el que los probables ganadores del Oscar sean quienes se enfrenten a la posible muerte en garras de un oso o un perverso secuestrador (grandes espectáculos de emocionalidad que reafirman la “profundidad” de esas historias), Kaufman y Johnson deciden ir hacia el interior de sus personajes, con las muy expresivas voces de David Thewlis, Jennifer Jason Leigh y la no tan expresiva pero muy inteligentemente elegida voz de Tom Noonan. La intimidad está creada desde el más ínfimo de los detalles, y el trabajo con la expresión facial y corporal de las marionetas es notable. Pensemos en la típica escena en la que un personaje entra a ducharse en cualquier película: entra a la ducha, abre la canilla y ya. En este film vemos en un momento, breve, casi como una transición, a Michael Stone regulando el agua de la ducha del hotel, alejándose porque se quema o le da frío. ¿Quién no ha tenido que luchar con la temperatura de una ducha desconocida? Y sin embargo, ¿cuántos filmes representan estas situaciones de esta forma? La actitud ejemplificada en esta escena es constante en todo el metraje: la valentía en la creación de estos personajes radica entonces en cómo podemos ver en ellos algunas cosas patéticas, inconfesables y quizás algo insignificantes (cuestiones que Hollywood suele enfrentar a medias o directamente ignorar), pero no por eso menos universales. El film no niega la vergüenza que estas pequeñas cosas nos generan, ni tampoco las idealiza: así nuestra identificación tanto con Michael como con Lisa es compleja pues podemos encontrar belleza en aquellas cosas que les pesan, pero sin olvidarnos de todo aquello que nos pesa a nosotros mismos. Es una identificación incómoda, sí, pero también más reveladora. Todo esto, junto a un sutil manejo de los climas, crea algo verdaderamente excepcional en Anomalisa. La sensación de extrañamiento es constante, por momentos casi agobiante, y aún así hay lugar para el humor, la risa y la ternura; sería imposible decir si es una historia “feliz” o “triste”: quizás es una historia sobre la posibilidad, difícil, que se nos escapa, de ser felices en un mundo desolador. Luego de deleitarnos con tramas de una complejidad casi demencial, Kaufman y Johnson nos demuestran que aquello que hace especial a su cine (y, por qué no, al cine en general) es la posibilidad de explorar profunda y desgarradoramente los conflictos que nos constituyen como humanos.
Kryptonita, basada en la novela homónima de Leandro Oyola, imagina que hubiese sucedido si Superman hubiera caído en el profundo conurbano en vez de en Smallville. El film se desarrolla en la noche en la que el Nafta Super (Juan Palomino) llega malherido a la guardia de un hospital junto a su banda, que está siendo buscada por la policía. El (¿único?) médico a cargo tendrá el deber de mantenerlo con vida. Si bien no soy particularmente consumidora de este género, fui con gran entusiasmo a ver Kryptonita, celebrando que este tipo de producciones se realice a nivel local. El público del festival también estaba entusiasmado, y casi todas las funciones estaban agotadas. El trailer y los primeros 15 minutos de película prometen: desde la fotografía, el arte, el sonido y la música se logra construir con efectividad el clima que este género requiere. La irrupción de la banda del Nafta Super constituye uno de los mejores momentos de la película. Sin embargo, es una pena que pese a todos los recursos y el calibre de la producción, la película no sostenga su interés a lo largo de toda el film. Esto se debe a un guión que es ante todo monótono. Los recursos originales que resultan cómicos al principio (ver al Flash -Diego Cremonesi- o a la Linterna Verde -Nicolás Vázquez. del conurbano diciendo “wachin” es bastante simpático, por un rato) dejan de ser sorpresivos y comienzan a volverse algo reiterativos, sobre todo porque prácticamente toda la acción recae sobre los diálogos, lo cual funciona a la perfección pero no en este género. Y como Kryptonita quiere ser eso, género, resulta extraño cómo comienza por comprender sus formas y recursos y termina ignorándolos. Si bien hay algunas escenas de acción con efectos especiales notables, no por su particular realismo sino por una clara búsqueda de una imagen de cómic que encaja a la perfección con la estética “del conurbano” que plantea la historia, la mayoría son flashbacks que poco tienen que ver con la historia central: así, quien parecería ser el protagonista, el médico interpretado por Diego Velazquez, muchas veces se transforma en un simple interlocutor de las historias del Nafta Super (otro posible protagonista, pero que se encuentra en coma). Esto produce otro problema: el médico no hace demasiado ni compromete nada de sí mismo para salvar al Nafta Super; tampoco sabemos demasiado de él. Además, hay ciertas informaciones que son reveladas para agravar el conflicto, pero podemos ver con facilidad su artificio: “¿por qué no nos enteramos de esto antes?”, es una pregunta perfectamente válida que puede hacerse el espectador, sin encontrar respuesta. Los tiempos de la policía son también bastante extraños, y no queda demasiado claro por qué actúan o dejan de actuar de un momento a otro. Entonces, al quedar un poco desdibujado quién es verdaderamente el protagonista, ocurre lo mismo con la historia en sí: ¿es una película sobre la redención de un médico fracasado? ¿es una película sobre el líder de una banda criminal? ¿es una interrogación sobre los límites entre el bien y el mal? Estas (y otras) posibilidades quedan abiertas, pero el film parece no decidirse por ninguna. Si hace algunos años existía entre el público el mito de que el cine argentino se escucha mal o se ve mal o tiene ciertas deficiencias técnicas, Kryptonita (junto a otros films, dentro de los cuales incluiría a El Clan o Relatos Salvajes, por ejemplo) destruye esta idea por completo, pero nos deja con otra conclusión: no hay técnica espectacular que cubra deficiencias narrativas y, quizás, lo que más le hace falta al cine de hoy (podríamos decir en Argentina pero creo que aplica perfectamente, también, a algunas superproducciones hollywoodenses) son buenos guiones.
Un laberinto de espejos Casi 20 años después de la liberación de Auschwitz, predomina el silencio sobre los crímenes cometidos por los nazis. En aquellos años, “Auschwitz” era una palabra que algunas personas nunca habían oído y otras querían olvidar. “Que un fiscal alemán no sepa lo que ha sucedido en Auschwitz, es una desgracia” le dice el periodista Thomas Gnielka al joven fiscal Johann Radmann. Sólo el fiscal general Fritz Bauer alienta la curiosidad del joven fiscal. Radmann y Gnielka encuentran documentos que los llevan a desenmascarar a los culpables. A pesar de todas las piedras que le ponen en el camino, el joven se entrega completamente a esta nueva tarea y está determinado a descubrir lo que realmente sucedió. Pese a todos los enfrentamientos que esto implica, decide seguir en busca de la verdad, algo que cambiará la historia alemana para siempre. Este film basado en hechos históricos detalla de manera sorprendente cómo se realizó el primer proceso judicial alemán contra miembros de las SS que sirvieron en Auschwitz. Cómo hacer un recorte dramático de la realidad siempre implica una problemática, una serie de preguntas: cuánto ceñirse a los hechos “tal cual sucedieron”, cuánto resumir, cuánto y cómo inventar, cómo dar al espectador la información que necesita para comprender la historia sin que éste sienta que simplemente se le están “explicando” cosas, etc. Ricciarelli recurre, para contar esta historia, al modelo clásico tanto desde la estructura dramática como desde la puesta en escena, logrando un buen manejo del relato al apoyarse en el recorrido emocional del fiscal Radmann. La reconstrucción de la época es notable, no sólo a nivel estético y de realización de arte y vestuario (algo que disfrutarán aquellos que encuentren una belleza particular en ese momento) sino por cómo logra captar el espíritu y la idiosincrasia de la Alemania de fines de los 50s y principios de los 60s: con una mirada crítica que no cae en una dicotomía de buenos y malos, que no simplifica. Para esto son esenciales los personajes secundarios, creados e interpretados con tanta profundidad como los protagonistas. Quizás es el personaje principal quien se nos hace incomprensible por momentos, sobre todo porque parece no tener una implicancia demasiado personal con la investigación hasta demasiado avanzada la película. La decisión de dejar las imágenes de Auschwitz fuera de campo (de las cuales hay suficiente documentación como para repartir a lo largo del film, crear una secuencia de montaje, utilizar durante los créditos, etc.) ayuda en la construcción de esa mentalidad, para la cual dichos horrores eran impensables, apenas imaginables. La falta de imágenes de Auschwitz en el film puede ser leída como la falta de memoria de la sociedad de ese momento. Así, Ricciarelli se concentra únicamente en lo que le interesa: qué ha dejado ese pasado y qué hacemos con el. Lo mejor de Laberinto de Mentiras puede ser entonces haber encontrado una nueva arista para analizar el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial, tema tratado innumerables veces por el cine y por tantas otras disciplinas artísticas y humanísticas, actualizándolo, renovándolo y demostrando su vigencia.
Vida y ficción “Un diario de la lectura de un diario” es la propuesta del realizador Andres Di Tella, enunciada durante los primeros minutos; afortunadamente, esta descripción no agota los lugares hasta los que logra llegar esta película. 327 son los cuadernos que llevan el diario personal del escritor Ricardo Piglia, que se propone releerlos al volver a Buenos Aires luego de haber estado viviendo en Princeton. Si el diario es un lugar de experimentación para el escritor, este film se convierte en un lugar de experimentación también para el realizador. Abundan en la actualidad films documentales con tinte reflexivo, que nos hablan de la realización. En muchos de los casos actuales esta inclusión parece nacer de una búsqueda por darle “más interés” al documental -búsqueda que suele quedar trunca, como la inclusión de Salgado hijo en la reciente La sal de la tierra(2014) codirigida por Wim Wenders-, 327 cuadernos se propone explorar las relaciones entre diario, documental, memoria, historia personal y política, narrador y narración. Se hace imposible pensar una forma alternativa en la que esta historia podría haber sido contada: en ella es central la convivencia de los distintos formatos tanto del fílmico como del video digital, que representan distintos tiempos, distintos espacios de la memoria. Así, el film, aunque interrogue“¿cuál es el tiempo del diario personal?”, nos pone a pensar también cuál será el tiempo del cine. La cámara encuentra la manera de reverlarnos progresivamente a Piglia, sin ser invasora pero alcanzando una intimidad particular. Si bien se evidencia el dispositivo, hay una tendencia a ocultar la puesta en escena que podría vivirse como una traición pero que la propia lógica del film hace necesaria. Sin destacarse, precisamente por su inteligente sutileza, el diseño de sonido también es clave para construir el clima indicado, con un uso reducido pero preciso de la música. Claro está además que el propio Piglia es una fuente de material interesantísimo, ya que la belleza del film está en prescindir de los hechos biográficos en sí mismos, para revelarnos obsesiones del escritor, que son a fin de cuentas las que más hablan de él. Si efectivamente el documental nació de una casualidad, Di Tella encontró en ella una reflexión atrapante precisamente por sus dimensiones históricas e íntimas, por entremezclar vida y ficción, quizás encontrando verdad. Por Laura García Lombardi
uegos de amor en vano Basada libremente en “Trabajos de amor en vano” (de Shakespeare), el más reciente film de Matías Piñeiro nos presenta esta vez a un hombre en el centro del relato, envuelto por múltiples mujeres, como en el cuadro de Bouguereau tan presente en la película. Víctor vuelve a Buenos Aires después de haber estado un año viviendo en México, para reencontrarse con una compañía de teatro con la que trabajó en el pasado. Dentro de ese grupo de actores y amigos volverán a surgir las historias de deseo y/o de amor: las concluidas, las inconclusas y, también, las jamás empezadas. Ya conocemos el estilo y la elegancia de Piñeiro a esta altura de su filmografía, y cómo disfruta enlazar parlamentos de Shakespeare con los de los personajes, haciendo que un espectador sin demasiados conocimientos del tema pierda conciencia de dónde empieza y dónde termina el recurso de la cita. Este virtuosismo no alcanzaría por sí sólo a hacer que el film sea bueno; lo verdaderamente valioso es que en este mar de intertextualidad, incluso un espectador desinformado puede entretenerse. Las actuaciones también están en el mismo tono que en sus films anteriores, con una artificialidad que parecería diseñada para el frívolo universo en el que viven los personajes, haciendo que todo el ese mundo enrarecido de la diégesis mantenga su organicidad. La puesta en escena sigue el espíritu lúdico del film, tomándose la puesta de cámara como un juego que tiene momentos cómicos y hermosos. Este juego, sin embargo, no tarda en encontrar sus propias reglas (estar seguros de que a un plano de alguien hablando seguirá el de su interlocutor puede ser tan aburrido como saber que sólo habrá un corte cuando pasemos a la próxima escena). Quienes entren a la sala de cine buscando juegos del lenguaje cinematográfico saldrán encantados por la forma en la que el film se enlaza con otras artes buscando -y encontrando casi siempre- una originalidad; quienes esperamos salir con “algo” (ese “algo” a veces indefinible que nos puede dejar el cine) nos encontraremos deseando más.