De un glamour técnico que obliga a verla en cine, La La Land es un combo exacto de ternura pop, clasicismo y soberbia actoral.
Las grandes películas cuentan con alguna escena memorable, de una particularidad que parecería comprimir su esencia. Son escenas que resucitan toda la gama emocional del filme, una suerte de evocación exprés o droga de efecto inmediato. Allí están, en los anaqueles del cine, el hundimiento del Titanic, la paternidad asumida de Darth Vader, Vito Corleone de smoking, el interrogatorio al Joker, el Doc colgado desde la torre del reloj, por citar ejemplos indestructibles en el imaginario colectivo. Son pedacitos de cine absoluto.
Lo que se propuso Damien Chazelle con La La Land es estructurar una película que consista en una sucesión de escenas emblemáticas, un estado de gracia que dure desde su plano inaugural hasta su plano de clausura. Por supuesto que esta empresa es imposible, pero el director, que al planificar esta alevosía no llegaba ni a las tres décadas de vida, sostuvo la aspiración del filme eterno hasta el final. Y seamos justos: con sutiles trampas logró su objetivo.
La sensación de estar viendo un clásico sin que el paso del tiempo lo certifique se debe a que Chazelle, además de contar con una autoexigencia casi patológica (rasgos que proyecta en sus personajes), se embebió de los íconos hollywoodenses y los ordenó a conciencia en el relato, ya sea como patrones de guion o como perfume de la puesta en escena.
Todo en La La Land es hipertexto a otros clásicos. No obstante, esta manía evocadora no está ni lo suficientemente velada ni lo suficientemente explícita: un cinéfilo encontrará citas a Rebelde sin Causa, Siete novias para siete hermanos, Cantando bajo la lluvia, Los paraguas de Cherburgo o New York, New York, mientras que el espectador virgen será cautivado desde lo puramente sensorial.
La La Land funciona con o sin enciclopedia, hábil para enamorar a un público universal, fusionando tradición (o nostalgia) con novedad (o collage).
Si Chazelle nos deja atónitos en sus dos horas de metraje, es porque dentro de esta fórmula puntillosamente testeada también le cede lugar a la espontaneidad. Una espontaneidad curiosa, ubicada a la fuerza para catalizar la gloria. La La Land acaba siendo el chantaje más hermoso, bienintencionado y puro que nos pueda regalar el cine: efectista y natural, calculada y enamoradiza, de imperfecciones deliberadas y dosis milimétricas de capricho.
Aunque el Hollywood clásico quede inserto en la genética del filme, la ambición de Chazelle lo tentará a imponer reformulaciones conceptuales, ejecutando una lectura casi hereje del género. La secuencia final desarticula al filme por completo, cuestionando la educación sentimental del artificio cinematográfico. Es otro factor clave para que esta película llame tanto la atención.
A Ryan Gosling y Emma Stone solo le cabe un sustantivo: carisma. El número A Lovely Night suspende los signos vitales así se lo vea mil veces. Porque La La Land se obsesionó con ser un clásico y afortunadamente todos caímos en su trampa.