Damien Chazelle revitaliza y rinde culto al género musical, regalándonos momentos visuales fascinantes.
En La La Land, un atascadero de automóviles en la carretera de Los Ángeles puede ser un buen pretexto para que los conductores expresen sus penas cantando y bailando. Este cuadro musical, filmado en un extenso plano secuencia, con colores brillantes y una coreografía vibrante, funcionará como prólogo de esta hipnótica historia que nos cautivará de inicio a fin.
Entre esa interminable fila de vehículos se encontrarán —y cruzarán— los protagonistas. Mia (Emma Stone) es una aspirante a actriz que trabaja en un café que se encuentra dentro de los estudios Universal. Allí tiene la oportunidad de ver a las estrellas de cine y, entre audición y audición, sueña algún día ser como ellas.
Sebastián (Ryan Gosling), por otra parte, es un notable pianista, con una vida un tanto desorganizada, que tiene como meta final abrir su propio club de jazz, género musical que según sus propias palabras se encuentra en el ocaso. Como por arte del azar, la vida juntará a la pareja, de modo causal, en tres ocasiones.
Primero en la autopista, más tarde en el club donde Sebastián toca en el piano —con desgano— melodías navideñas y, por último, en una fiesta de esas que transcurren en Los Ángeles para generar contactos con productores. Como dice el refrán: la tercera es la vencida y será en este último encuentro donde se comenzará a generar la complicidad y la química entre los protagonistas.
La historia de amor comenzará en el planetario del Observatorio Griffith, que se hizo famoso gracias al film Rebelde sin Causa. Uno de los mejores cuadros musicales sucede aquí: la pareja flota en el aire alcanzando a las estrellas, mientras un cielo azul recorta sus siluetas bailando. Cuando pisan tierra, el momento mágico se cierra con un dulce y extenso beso.
Mía y Sebastián entablarán una relación ideal, llena de color e intercalada de asombrosos musicales, hasta que la realidad y los compromisos superen al propio amor. La historia rebotará directo al drama y los colores se comenzarán a apagar, así como los cuadros musicales a menguar.
Es inevitable que cada dos o tres frases surja en este texto la palabra amor, porque La La Land está rodeada por este sentimiento. La pasión que transmite Chazelle trasciende la pantalla, ama a la música, a sus personajes… ama al cine. Era necesario que alguien revitalice a un género tan noble como el musical.
Es cierto que para la presentación de los personajes, que se efectúa desde el punto de vista de cada uno, utiliza el mismo recurso que la magnífica película Begin Again, de John Carney. Sin embargo, cuando la historia toma un giro dramático y los musicales decaen, La La Land pierde un poco el ritmo y la emoción.
Pero no se puede negar la habilidad del director para integrar el fragmento musical con el desarrollo narrativo. Así como la impecable interpretación de la dupla protagonista y las logradas —y elaboradas— coreografías y melodías que rememoran a los momentos más lúcidos de la historia del musical hollywoodense de los años 40 y 50.
Y el final termina de reivindicar toda la confianza puesta en Chazelle. Ese final que condensa toda la película en un consagratorio cuadro musical, donde sucede todo lo que podría haber sido y no fue, en el que los sueños se cumplen pero a un precio muy alto, en donde las ambiciones y las elecciones personales pueden más que el verdadero amor.
Será justo en ese instante que no se olvida, tan vacío devuelto por las sombras —diría Alejandra Pizarnik— donde los protagonistas con solo una mirada, tan triste como nostálgica, se preguntarán si el camino recorrido valió la pena.