Sebastián (Ryan Gosling) es un músico de jazz purista, que mira con desdén al pop y las fusiones y está empeñado en demostrar que ese género para pocos tiene larga y exitosa vida. Como él, La La Land, la cautivante película de Damien Chazelle nominada a catorce Oscars, es un voluntarioso, y gozoso, ejercicio de nostalgia: un musical como los que ya no se hacen, los de Vicente Minelli, los de Fred Astaire, Gene Kelly, en los que la gente de pronto se pone a cantar y, desde la lluvia hasta el tráfico atorado de una ciudad como Los Ángeles es, ya no motivo de bronca, sino de felices y coloridas coreografías.
Así de desconcertante, y de magnífica, es la apertura de la película, que encuentra a su pareja protagónica atascada, como decenas más, en una caravana de autos que no avanza, hasta que una chica se pone a cantar y terminan todos los conductores, vestidos con colores plenos y vivos, bailando sobre sus vehículos, haciendo de la autopista una fiesta como sólo pasa en el cine. Adaptados entonces al hecho de que estamos frente a un musical a la antigua en pleno 2017 de relaciones virtuales, La La Land invita a relajarse y gozar.
Esta es la historia mil veces contada de una chica que conoce a un chico. Primero en ese atasco de tráfico: él le toca bocina, ella responde a la grosería. Y luego una segunda, tercera vez, hasta que ella lo escucha tocar, desde la vereda, y entra a un bar donde sólo ellos quedarán iluminados, recortados por la luz de todo lo demás que, gracias al amor, deja de importar. Parece extraño hablar de inventiva y originalidad con una película que toma algo ya hecho, con una cantidad de guiños a los grandes musicales de la época de oro, en plan homenaje. Pero la creativa puesta en escena de La La Land regala sorpresa, humor, belleza, alegría. Y melancolía, claro. Aunque está plagada de chistes eficaces, como la división del relato en las estaciones del año pero con el clima idéntico, o las “humillaciones” de Sebastian para ganarse el pan tocando Happy Birthday a cambio de propinas. Los diálogos ajustados, entre esos dos personajes inteligentes y enamorados que son Mia y Sebastian, suman a la empatía.
En la ciudad de las estrellas, ella trabaja en la cafetería de unos grandes estudios de cine, y se escapa a todos los castings que puede, sin éxito. Él es músico-de-verdad, pero no puede pagar las cuentas. Ya en pareja, él la alentará a trabajar en su propio material; ella, que no entiende de jazz, lo ayudará a soñar con su propio club, donde tocar su propia música. El talento de ambos está fuera de discusión. Cuando Mía va a un casting y hace una prueba fantástica, la única forma de entender que los productores ni la registren es que hay allí una crítica hacia el estado de las cosas en Hollywood. Una intencionalidad, que quizá no es lo que mejor le sienta a la película. Pero cada plano secuencia de La La Land, cada toma, transpira amor por el cine, por la ciudad de los sueños rotos, por el ideal romántico de la vida que pudo ser y no fue. Entonces, tanto lo que Chazelle tenga ganas de decir como algunas decisiones sobre el final que pueden dar para la discusión, son matices que importan poco acá: el encanto que transmiten sus números musicales y su estupenda pareja protagónica, hacen que la película resplandezca, durante sus dos horas de duración, como una estrella especial.