En el 2014, Damien Chazelle atrajo todas las miradas como director de una película tan forzadamente intensa que se ubicaba todo el tiempo al borde del ridículo: en Whiplash, Milles Teller era un aspirante a baterista de jazz y alumno de un conservatorio prestigioso de Nueva York que se cruzaba en el camino del profesor más tiránico y arbitrario del mundo (J.K. Simmons). Convencido de que a los alumnos había que vapulearlos para llevarlos a la excelencia, el profesor revoleaba sillas y hacía llorar a su alumno prodigio, que encontraba escollos tan insólitos en el camino a la grandeza como olvidarse las partituras para un concierto o, después, olvidarse las baquetas. A pesar de su idea de arte relacionada con el sufrimiento y una relación maestro-alumno que parecía una parodia de Karate Kid, Whiplash deslumbró lo suficiente como para conseguir varias nominaciones al Oscar, entre las que suele haber un lugarcito destinado a esas películas que hablan del oficio del espectáculo para darle una impronta épica.
La La Land es la nueva producción de Chazelle y aunque algunas ideas con respecto a la pureza del arte y del verdadero jazz, que está agonizando pero al que el protagonista jura que no dejará morir, se repiten puerilmente, toda la película se salva desde la primera escena porque a diferencia de Whiplash está construida íntegramente desde y para el placer. En una Los Angeles anacrónica hecha toda de sets, como una versión pasada por Instagram de los fondos artificiales y estáticos del musical clásico, Mia (Emma Stone), una aspirante a actriz que fracasa en todos los castings, y Sebastian (Ryan Gosling), pianista de jazz que quiere abrir su propio club pero apenas alcanza a ganarse unos pesos en changas, no dejan de encontrarse por casualidad. Mientras paga tributo al musical con algunas escenas donde el diseño es un poco excesivo y el movimiento rebuscado de las cámaras llega a ponerse por encima de lo que se está mostrando, La La Land juega a un tipo de comedia romántica más contemporánea, sobre todo por el registro que maneja Emma Stone, y se guarda el verdadero estallido de belleza para la unión entre esos dos soñadores que, como en el musical clásico, se enamoran bailando.
Así como está presente el homenaje artificial y casi grotesco en la cara de Ingrid Bergman, gigante, que decora toda la pared de la habitación de Mia y busca la conexión con el cine de otra época a través de esas referencias agigantadas, expandidas, también están el encanto y la naturalidad del baile con que Gene Kelly, Leslie Caron o Debbie Reynolds supieron seducirse y construir una versión del amor signada por la alegría, por la posibilidad de hacerse ligeros y –como literaliza una escena preciosa de La La Land que hay que hacerse el regalo de ver en el cine– de subir hasta las estrellas juntos y bailar entre ellas.
Todo lo que tiene que ver con la historia de amor entre Mia y Sebastian funciona mucho mejor en la película que el discurso sobre el arte, los locos y los soñadores, o la “denuncia” de una Los Angeles que todo lo venera pero nada valora, como dice Sebastian: quejas de viejo amargado, emitidas siempre sobre el fondo idealizado de otra época. Pero entre hermosos anacronismos y canciones inolvidables, La La Land ancla su historia en el presente al plantear de modo muy contemporáneo la verdad sobre la relación entre sus protagonistas, y también ofrece una versión del amor romántico que incluso puede resultar secundaria con respecto a otro tipo de sueños individuales. Ahí es donde cobra su sentido pleno el diálogo con Casablanca o con Los paraguas de Cherburgo y en general, el uso del cine clásico y el musical para homenajear la belleza de esos grandes amores que importan aunque no caigan dentro del “felices para siempre”.