Las películas son como los días. Los hay buenos, regulares y malos. Cierto es que esta jerarquización es subjetiva. Salvo para quien vive ese día, o ve esa película. ¿A dónde quiere llegar uno con esta analogía de poca monta? A ningún lado, desde ya. Pero quizás amerite destacar, que los días buenos, si bien en la memoria descansan, también en ella perecen. Las buenas películas gozan de un plus. Uno las puede volver a ver cuando le plazca, revivir ese goce prístino e incluso puede descubrirle nuevos. Porque una buena película, además de merecer, reclama, requiere y necesita ser vista más de una vez. Entonces aclaro, vi esta soberbia película solo una vez, de manera que siempre será incompleto este texto, fruto de la siempre inexperta vez primera.
Pero basta de patrañas. ¿Qué debe tener una película para catalogarse como “muy buena”? ¡No lo sé ameo por eso te lo pregunto! Supongo que entre otras cientos de cosas, objetivas, si, pero más que nada subjetivas, está la solidez. Solidez argumental, técnica, actoral, la la….land. Y vaya que la tercera entrega de Damien Chazelle la tiene a lo largo de sus muy disfrutables 128 minutos.
“La La Land” está narrada a través de las 4 estaciones que van marcando momentos clave en la relación amorosa de los protagonistas, dando cuenta de la elegancia y del dominio narrativo del director.
Mía (Emma Stone) es una aspirante a actriz y dramaturga que vive dando saltos entre audiciones frustradas y su trabajo en una cafetería dentro de un importante estudio de Holywood con el sueño de alcanzar el estrellato. Paralelamente, Sebastian (Ryan Gosling) es un pianista fanático del Jazz (del más puro y austero), que a pesar de poseer talento no consigue dar pie con bola, pero mantiene su sueño de abrir su propio club de Jazz y tocar las piezas que más le gustan sin que nadie se interponga. La casualidad terca e insistente del destino cruzará sus vidas y los sumergirá en un romance fresco y pintoresco, plagado de hermosos cantos y coreografías rimbombantes.
La química entre los protagonistas es notoria, los diálogos sencillos, justos y precisos los mastican y apropian a su merced. Esa misma química funciona de enlace retroalimentador en las actuaciones que, aunque ambos actores se destaquen por su prolijidad (lo de Emma por momentos es impactante) este vínculo hace que reluzcan aún más cuando comparten plano. Individualmente la cosa no es para menos, Ryan Gosling tocando el piano satisface (aprendió a tocar las piezas en tan solo 3 meses y nunca usó doble de manos) tan bien como Emma Stone cantando.
La parte visual es de lo mejor logrado del filme. Hablar del tratamiento del plano secuencia que lo caracteriza (como se hacía en los musicales clásicos como “Los Paraguas de Cheburgo” o “Las Señoritas de Rochefort”) es spoilear severamente; la primera escena de la película pone de manifiesto lo inobjetable del logro técnico alcanzado, teniendo claras reminiscencias con “Wek-End” de Gordard o la primera secuencia en “8½” de Fellini, entre otras.
Los guiños y homenajes al cine clásico y a los musicales son constantes, pero no agobian, las referencias a “Casa Blanca” o “Rebelde sin causa” o el poster de Ingrid Bergman en la casa de Mía son algunos de los ejemplos más claros.
Si bien no es explícito y quizás algo torpe, “La La Land” intenta naufragar sobre la necesidad de la evolución en la música, algo que Sebastian, el personaje de Gosling debe aprender por la fuerza, teniendo que adaptarse y dejar de lado su fanatismo por el Jazz tradicional para poder alcanzar su meta.
El tópico que traza la película (en un análisis muy superficial) puede refugiarse en la reflexión sobre el duro camino hacia el éxito y las cosas que dejamos atrás para lograr nuestra meta. A priori es un tópico mentiroso, al menos secundario, ya que al descorrer el velo se encuentran (afortunadamente) crucigramas más complejos. Si el tópico del amor aburre y/o exaspera no es por el tópico en sí, sino por el ángulo en el que se lo elige retratar. El amor no lo es todo, y no es para siempre, pero es el motor que nos catapulta hacia delante, el que nos interpela e invita a seguir caminando; esa es la razón de ser, la función matriz, el verdadero papel que juega el amor en la vida de Mía y Sebastian. No os asustéis señores, el “y vivieron felices para siempre” se mantiene, a su modo, un modo que se deja entrever en la última mirada entre los protagonistas en ese exquisito y sublime final, en el que se hablan sin palabras, imaginando historias que pudieron haber sido y no lo fueron, agradeciéndose por tanto, añorándose, recordándose, deseándose lo mejor para el otro, y claro, reconociéndose como victoriosos en el goce del cumplimiento de sus sueños más anhelados.
Puntaje: 4,5/5