El peso de los sueños
Caer en una compulsa sobre la cantidad de premios o no que pueda ir cosechando este film, sería realmente entrar en un debate sobre la importancia de los premios otorgados por la Industria cinematográfica a sus pares cuando en realidad existen muchas otras áreas para volcar la mirada y pasar del encandilamiento de la espectacularidad a la fría lectura ideológica de un modo de sentir el cine.
Como si de ese murmullo del atascamiento automovilístico del comienzo de La la land arrastrara el caos entre la tradición del Hollywood más clásico frente a la fragmentación del pop y el post modernismo. En el medio de ese desafío, se planta nada menos que el joven Damien Chazelle, cinéfilo y melómano, quien ha logrado conjugar en este opus sus dos pasiones al servicio del cine en primer lugar y con un guiño más que evidente a la Industria y a sus modelos intocables de representación.
Para Chazelle la referencia obligada que lo conecta con La La Land no son la cantidad de homenajes a películas musicales o directores emblemáticos del género, sino su opera prima Guy and Madeline on a bench park. Este musical austero en blanco y negro narra los encuentros y desencuentros de los protagonistas, con trasfondo de música jazz y retrata la escena urbana de los artistas callejeros como aquellos portadores de los sueños que no se negocian.
¿Qué hacer entonces con un mega presupuesto, todas las disposiciones técnicas al servicio del equipo y estrellas como Emma Stone y Ryan Gosling, con un pie dentro y otro fuera de la industria? La respuesta se encuentra en este film híbrido, que funciona como contracara artística frente a la era del artificio digital para rescatar el oficio de los hacedores. Esos hacedores que antaño apostaban a los sueños de sus creaciones son la contracara de los asalariados de turno, que sin pasión ni sueños mueven los engranajes del Hollywood más bobo y reiterativo de todos los tiempos.
Esa mediocridad inclusive se trasparenta en lo musical, en esas películas diseñadas para vender soundtracks ante tanta demanda de las mismas canciones, los mismos temas, estribillos e intérpretes. Por eso hay jazz, por eso free jazz, lo viejo y lo nuevo amalgamado en el caos orgánico que no es lo mismo que el caos organizado.
Pero a tanto riesgo se le antepone siempre el cálculo porque no se puede olvidar uno que el medio es el mensaje, entonces la ideología del american dream se cuela en los intersticios de las notas, le quitan el peso a los sueños cuando se trata de compartir la aventura de sobrevivir al sistema. Hay una idea subyacente en La La land que me permito introducir y que obedece a la dialéctica entre solistas y orquestas, o entre un solista como el pianista de jazz Sebastian en busca de su dueto con Mia para que la melodía desencadenada se ate a los sueños de ambos. No es el baile pareciera decir el cuadro del baile sino quien lo baila y cómo lo baila; no es cantar bien y de forma afinada, sino cantar con el alma como lo hacen estos dos actores que con dedicación y pasión encontraron la riqueza de la imperfección sin que les importara el jurado de American Got Talent.
En cada línea de diálogo de la historia más sencilla jamás filmada se traza toda la línea ideológica del propio Chazelle o acaso a quién le habla Ryan Gosling cuando entra en el duelo retórico con su jefe J. K. Simmons en el bar y termina acatando el injusto intercambio en la lista de temas. La respuesta es sumamente sencilla: a Hollywood, a los ejecutivos y a sus colegas actores del star system que caen en la pereza comercial para no quedar mal parados en sus proezas o sueños. La otra línea es la del jazz, y su peligro de extinción porque nadie lo escucha como a ese género que parecía de otro tiempo, de otro cine, el de pantalla grande y colores puros, que gracias a un cinéfilo y un melómano hoy vuelve a sacudir la resaca del conformismo formal y hace del clasicismo un lenguaje capaz de revolucionar gracias al poder de la magia del cine.