Un musical dinámico y agridulce.
La mayoría de las veces los musicales son narraciones que te transportan a otra época o a una versión exagerada de la realidad. Son escasos aquellos ejemplos –en el teatro y en el cine– que pegan un volantazo y tratan de traer la rimbombancia del género a un territorio más mundano. La La Land: Una historia de amor es uno de los dedos de esa mano.
Es otro día de sol:
La La Land cuenta la historia de Sebastian y Mia. Sebastian es un músico apasionado del Jazz que desea tener su propio club en un mundo que está interesado en corrientes musicales más modernas. Mia, por su parte, trata de abrirse camino como actriz en un mundo de ejecutivos desconsiderados. Su historia de amor los une y los impulsa a perseguir sus sueños contra viento y marea, pero al imponerse la realidad, tendrán que elegir entre estos y su relación.
Se nos vende a La La Land como una historia de amor, pero no es un amor romántico entre dos personas; esa es la excusa que nos dan para atraernos a las butacas. La historia de amor de La La Land es una de amor por el oficio del artista (cineasta, músico, etc.) y, como todas las historias de amor, está definida más por cómo se superan las adversidades que por cómo se disfrutan las alegrías. Es sobre la integridad y la honestidad que uno debe tener si elige desempeñarse en este oficio. Estos son temas con los que Damien Chazelle (Whiplash) nos confronta en cada una de las escenas de la película, tengan números musicales o no. Nos pone de frente ante la humillación, la coacción y las concesiones a las que todo artista debe sobrellevar para sobrevivir en camino a su gran golpe de suerte, el cual una vez obtenido lo confronta con el dilema de constatar si el resultado producido es el que realmente se buscaba en primer lugar. Es no tanto una comedia romántica, sino una buddy movie, porque en esta los personajes que la integran cambian por el simple hecho de estar en la vida del otro, para aprender el uno del otro.
No tengo otra cosa más que elogios para Emma Stone y Ryan Gosling. Que tienen una química natural no se discute, pero pocas veces ha quedado tan claro como en esta película; te hacen reír y te hacen sufrir, no pocas veces al mismo tiempo. No obstante, debe decirse que por separado, consiguen con creces conmover con la pasión y la angustia que tienen sus personajes por sus respectivos oficios. Sentimientos que vemos reflejados en la cara de Emma Stone cuando da una audición o cuando Ryan Gosling toca el piano. Aunque de este último debo decir, que cuando su personaje habla de una manera tan apasionada y fanáticamente desvergonzada de lo que sabe de Jazz, me terminó ganando como espectador. Es una de esas instancias donde pude ratificar por enésima vez que detrás de este pibe fachero hay un muy buen actor.
La La Land es una realización sobresaliente desde lo técnico. Es una película que no corta a lo pavote; los números musicales están casi todos rodados en plano secuencia y cuando no en muy pocas puestas de cámara. Se valen de una coreografía sin fallas que te deja pensando que el reparto ensayó más allá de lo normal. Créanme cuando les digo que van a acordarse del número que abre la película durante muchos días por venir.
Si bien posee una fotografía y cámara de gran dinamismo, es dueña de un preciso y afilado uso del color que salta a la vista en el diseño de producción y el vestuario; con una atención al detalle en dichos apartados que no se suele ver en muchas películas actuales, musicales o no. Es la hermandad perfecta entre los tonos llamativos de un musical y el tono sombrío de lo mundano.
Conclusión:
La La Land es una historia de sueños arraigada en la realidad, contada de una forma dinámica, fluida y que rebosa de carisma interpretativo. Una proeza estética, tanto en el papel como en la pantalla, que considero altamente recomendable.