Hace mucho tiempo atrás, cuando era una adolescente radical enamorada del punk, preparé un oral de inglés sobre la nefasta influencia de los cuentos de hadas en la educación sentimental de las niñas. La profesora, una inglesa muy alta y de pelo muy corto, me llamó al escritorio al final de la clase para decirme: darling, your oral test was alright but i need you to know that even in grown up life sometimes we need cinderellas and fairys. Recordé esa frase muchas veces; creo que me ayudó a dejar de censurarme por disfrutar de ciertos relatos vinculados al idealismo y la fantasía. Ahora, a partir de mi vida adulta de cinéfila, agrego a las hadas y a las princesas la certeza de que a veces necesitamos, simplemente, ese complejo artefacto cinematográfico llamado cine espectáculo.
La la land es cine espectáculo antes que nada. Es evasión perfecta en CinemaScope: colores increíbles, movimientos de cámara plásticos y orgánicos, gente bella que canta, baila y hasta vuela; una ciudad mítica contada con amor y nostalgia. La fineza estética que maneja la película es maravillosa (el arte y el vestuario son de verdad una alegría) y necesita del esplendor del cine para desplegarse en su justa magnitud; nada de verla en dvd o descargarla de internet. Toda la idea (sobre todo en los primeros cuarenta minutos) es meterse en una experiencia sensorial que a pesar de enmarcarse en un orden narrativo cerrado y en una actualización técnica muy notoria, conserva parte del disfrute inicial de los musicales de Hollywood, de aquel Busby Berkeley que enseñaba a amar el cine como mera forma en movimiento, como artesanía y truco de magia.
El plano secuencia es, en ese sentido, una decisión importantísima para honrar al género. Las personas bailan de verdad, no por cortes de montaje; los cuerpos se ven completos, interactuando con la cámara en tiempo real, y Chazelle nos deja sentir el movimiento de los músculos, el aire, la composición espacial completa. La primera secuencia nomás, que muestra un embotellamiento al llegar a Hollywood donde las personas salen de sus autos y se ponen a bailar, se aleja de lo publicitario (y tal vez se acerca a cierta forma sofisticada del videoclip pop de los últimos años) gracias a esa manera contundente de mostrar el aparato coreográfico abandonando sin miedo alguno la fragmentación, y construyendo desde el vamos esa verosimilitud propia de la comedia musical donde la gente canta y baila “de repente”, sin explicación. Nomás al llegar a Hollywood y también a la película, el director nos invita a disfrutar de la música como código, como postura festiva y romántica frente a la vida.
La referencia a un mundo ideal, alejado de cualquier realismo, va de la mano con la vuelta a la idea de Hollywood como tierra prometida donde las fantasías se hacen realidad y donde, si uno no ceja en el intento y aguanta todas las frustraciones, logrará cumplir con sus sueños de fama y fortuna. Del mismo modo, los personajes se encuentran no una, sino (¡oh, el número mágico del relato clásico!) tres veces antes de enamorarse finalmente; siempre por casualidad. Mia quiere ser actriz y Sebastian abrir un club de jazz; ambos encarnan ese ideal emprendedor de self-made man or woman que necesitan una mera oportunidad para demostrar ese talento que, al ser descubierto, les permitirá dar el salto. Hay una pequeña guiñada en el hecho de que sea ella la que se lo levanta y no al revés, aunque después se diluye un poco (él es quien la invita a salir, quien la espera, quien primero se convence de la seriedad de la relación).
Pero del tratamiento del amor como relato voy a hablar más adelante. Primero quisiera llamarles la atención sobre una particularidad estructural que vuelve a colocar a la película como homenaje genuino del musical de los cincuenta: la acción dramática también sucede cuando los personajes cantan o bailan. Por supuesto que una secuencia musical dentro de una película es un “número” y funciona como adorno (incluso en una secuencia de montaje), pero aquí además, mientras ellos cantan y bailan, “pasan” cosas. Los protagonistas se enamoran, el chico reflexiona, la piba audiciona: el tiempo pasa. La lógica no es que el mundo se suspende, todos bailan y cantan y después se retoma la narrativa desde donde se había dejado: la acción avanza durante las canciones. Esa decisión solo puede sostenerse con actores que puedan llevarla a cabo con maestría, y la verdad es que tanto Ryan Gosling como Emma Stone salen bien parados. Claro, frente a las declaraciones de Chazelle sobre las intenciones “nada comerciales” de la película, el primer argumento a esgrimir es el siguiente: habiendo tantos actores y actrices de comedia musical que son bailarines y cantantes, ¿cómo se explica la elección de dos estrellas que no son ninguna de las dos cosas? Además la trama tiene la particularidad de no construir ni un solo personaje secundario (eso la verdad que es una lástima), y los verdaderos bailarines siempre son parte del decorado.
Pero si bien esa pregunta es pertinente y las dificultades de los actores son notorias (hay que suspender por completo el deseo de asistir al ideal concretizado de elegancia y swing que significan en pantalla figuras como Fred Astaire, Gene Kelly, Cyd Charisse o Debbie Reynolds), el director prefiere dejarlas en evidencia que esconderlas, lo que constituye un verdadero acierto. En la secuencia del atardecer sobre las colinas, con toda la vista de la ciudad debajo, es imposible no pensar en Astaire y Charisse en esa obra maestra del cine que es The Band Wagon de Minelli y claro, acá están nada más que Gosling y Stone tratando de hacer lo suyo; sin embargo, la coreografía es tan inteligente y delicada y están tan bien filmados que funciona (siempre de cuerpo entero, siempre en plano secuencia, siempre bailando de verdad). La letra de la canción maneja ese doble sentido de ironía y paradoja que contiene la propia secuencia: “Some other girl and guy would love this swirling sky but there´s only you and I and we´ve got no shot”. Y bailan tap, y se ríen, y son bellos y encantadores, y se enamoran en la hora mágica del atardecer que es en realidad un telón pintado al fondo de un estudio; incluso sin ser brillante en el ejercicio de suspender el propio cinismo, es posible disfrutar cada segundo.
Emma Stone es una comediante increíble. Es natural, simpática, fresquísima; maneja con soltura matices de ambigüedad sentimental difíciles de encontrar en otras pibas de su generación. Aporta un grado de modernidad muy grande a un personaje que al fin y al cabo no es más que un enorme cliché; sin ella las líneas de diálogo sonarían deslucidas y el guion sería casi imposible de sostener. Sus dificultades para cantar me dieron alegría: obligaron al director musical a optar por un tinte más indie y austero para los arreglos de su voz, y uno no encuentra ninguna estridencia insoportable a lo American Idol o esos programas donde se asume que “cantar bien en América” es gritar como un condenado. Ryan Gosling había demostrado sus dotes de comediante en la reciente The Nice Guys” de Shane Black, y creo que con esta película se vuelve evidente que el tono liviano le cuadra mucho mejor que el dramático. Tiene porte; está más grande, menos nenito y más hombre, y aguanta la galantería aportando cierta chispa de galán clásico que no está nada mal (mención especial para el mechoncito de pelo a lo Clark Gable que le cae sobre la cara cuando toca el piano apasionadamente). Hay una interacción muy lograda entre los personajes, el vestuario, el arte y la construcción de los espacios de la ciudad. Muchas secuencias terminan con grandes planos generales mostrando las fachadas, las calles, los carteles de neón, el swing general de una atmósfera idealizada. El objetivo se logra con creces: dan ganas de caminar por ahí, de revisitar esos sitios mágicos y creer que efectivamente cualquier sueño de nostalgia y romance puede ser posible.
Sin embargo, la película parece plantear que hay dos tipos de Hollywood en funcionamiento. Uno es el que Mia y Sebastian declaran amar: el de los valores estéticos puros, el romántico, el que en la voz de los propios personajes, la gente quiere dejar morir y ellos están dispuestos (¿como la película?) a rescatar. El otro es aquel para el que Mia audiciona: la obligan a hacer de policía, bombera o médica, y no mucho más; nadie se toma en serio el aspecto “artístico” de su trabajo. El gran conflicto de la película parece ser la necesidad de tomar postura entre un universo de fantasía, romántico, perfecto y bello, y la realidad (nunca demasiado cruda, pero bueno) donde los personajes tienen que trabajar en cosas que no les gustan para vivir, donde la gente no se muestra interesada por el verdadero arte, donde cosas tan importantes como el jazz (o el género musical) están siendo abandonadas por el público joven. Parece paradójico que en una película comercial que está disparando la carrera de su director, lo que salva al personaje de Mia de ser una absoluta fracasada sea un proyecto de cine arte francés (¡¡sin guion!!), y que lo que vuelve famoso al personaje de Sebastian sea una banda de jazz-soul que está buenísima (aunque la película quiere hacer aparecer esa música como ridícula, no lo logra ni por un segundo). El problema narrativo es que ese supuesto realismo que construye el conflicto nunca obtiene la contundencia necesaria como para que uno se lo crea. La fantasía sí, es una gozadera y entramos como por un tubo, pero los obstáculos de la realidad son forzados y livianos, y terminan resultando de una ingenuidad flagrante. El mensaje parece ser que si uno se afana lo suficiente, madura y renuncia a unas cuantas “radicalidades” que lo vuelven un “pain in the ass”, es obvio que finalmente logrará lo que quiere… salvo en el amor.
La sensación es que en ese debate realidad-fantasía, la “realidad” necesitaba ganar una partida: estamos en el 2017 y el gran público no es capaz de soportar un final del todo feliz. Ni el amor ni la realización personal se ponen sobre la mesa como costados problemáticos en sí mismos: se contraponen uno con otro y los personajes tienen que tomar la decisión de renunciar a realizar su amor si eligen seguir, cada uno, sus sueños. Ese intríngulis final se resuelve en un largo epílogo que sucede cinco años después del presente inicial de la película, y que contiene una larga secuencia onírica (hermosamente lograda en términos visuales) que nos deja ver en pantalla la presunta felicidad de que los personajes terminaran juntos. En ese sentido el director parece no confiar en la relación sentimental que ya ha construido (es como si en el final de Casablanca, cuando Bogart se está despidiendo, viéramos una secuencia donde los dos se casan y envejecen con hijitos). La necesidad de intensificar la emoción es un gesto narrativo un poco burdo, pero sirve para dejar en claro que la realidad ganó la partida y convencer a los escépticos de que aún el más fantasioso de los productos hollywoodenses es capaz de dialogar con su tiempo.
Tal vez la película se parezca a una adolescente punk que coquetea con las princesas pero no logra renunciar del todo a una mirada escéptica sobre la vida. Lo que sé es que fue un enorme placer asistir a esta preciosa pieza de cine espectáculo, y que el diálogo respetuoso entre un director contemporáneo y un género que ojalá reaparezca en todo su esplendor (y con menos miedo aún a la fantasía) logra una verdadera suspensión de la vida. Y bueno, por qué no decirlo: en un tiempo donde cada vez hay menos películas serias de amor, aplaudo cualquier intento de que los románticos, los soñadores y los cursis volvamos al cine.