Cuando Buenos Aires era una ciudad en estado de paranoia constante
Hay más de una manera de abordar un período tan oscuro de la historia argentina como el de la última dictadura. La que eligieron Francisco Márquez y Andrea Testa para esta película que fue parte de la competencia oficial en la última edición del Festival de Cannes y ganó el premio mayor del Bafici este año es tan clara como rigurosa: la reveladora radiografía del estado de paranoia constante que una sociedad vigilada y amenazada de múltiples formas vivió en esa época marcada a fuego por un miedo cuyos ecos aún resuenan, independientemente de los obstinados esfuerzos de los partidarios de sepultar de una vez por todas ese pasado ominoso.
Basada en una novela no muy conocida de Humberto Costantini (escritor que militó en el ERP, fue oportunamente elogiado por Julio Cortázar y falleció en 1987) que se publicó en 1984, cuando la democracia apenas se estaba instalando en el país, tiene como protagonista a Francisco, empleado que busca desde hace años un ascenso en la pequeña empresa en la que trabaja y recibe inesperadamente un encargo a todas luces peligroso que, además, pone a prueba su integridad moral. Quien lo involucra en esa misión incómoda es una mujer (Valeria Lois, muy eficaz en su única aparición en la historia) con la que Francisco parece haber tenido una relación cercana en su breve temporada de militante, una parte de su historia que se reaviva sin necesidad de que opere su propia voluntad.
Está claro que siempre resulta difícil borrar de un plumazo las huellas de los caminos que se han transitado, y Francisco empieza a comprobarlo a partir de ese encuentro tenso, fugaz y misterioso. Entonces el protagonista abandona por un rato a su familia y se pierde en una ciudad cargada de sombras, un poco a la deriva, como el inolvidable personaje de Después de hora (1985), aquella inquietante aventura urbana filmada con maestría por Martin Scorsese. La diferencia sustancial entre las dos historias radica en la gravedad explícita de este film argentino, apuntado directamente a transmitir el clima de asfixia que reinó en los tiempos de represión ilegal. Si el personaje de Griffin Dunne se veía envuelto intermitentemente en algunas situaciones de comedia, el de Diego Velázquez sufre exclusivamente el agobio de esa tarea complicada. Sólo aparece un humor leve y asordinado en la escena con Perugia (Marcelo Subiotto, también muy convincente en su papel), viejo amigo del protagonista y símbolo del ciudadano de clase media que decide borrar su conciencia política. Para Perugia, las historias de participación política son un ingreso al "túnel del tiempo". Sus preocupaciones son mucho más superficiales: las reformas de una casa en la costa atlántica y la ambición de un vida "adulta" que se eleve por encima de aquel viejo compromiso transformado ahora en pecado de juventud. Ese personaje indolente es, sin embargo, el que pone el dedo en la llaga: en algún momento, Francisco abandonó la idea de cambiar el mundo por una mucho más pedestre, la de cambiar el auto o la casa. Lo notable del film de Márquez y Testa es su pericia para pintar ese panorama negro y acuciante sin recurrir a los lugares comunes. No hay violencia manifiesta ni apelaciones a la iconografía recurrente para contar los llamados mil veces "años de plomo". Ese estado de latencia es el que logra aumentar el nivel de sugestión del protagonista, que parece caminar todo el tiempo por un campo minado. El notable trabajo de fotografía y montaje acentúa esas sensaciones. Igual que cualquier antihéroe, Francisco debe enfrentarse a una situación que lo supera con pocas herramientas en la mano. Pero en lugar de esconder la cabeza como un avestruz, se asume de nuevo como sujeto político y sale en busca de su destino. En otras palabras: con virtudes y limitaciones propias, resuelve dialogar con su pasado, en lugar de guardarlo en el arcón de los recuerdos, una actitud que quizás le hubiese deparado menos intrigas y definitivamente mucho menos riesgo. En esa larga noche del título, que también remite al virulento apagón del régimen militar, Francisco de Sanctis finalmente toma la valiosa determinación de reinventarse.