Las formas del miedo.
¿Cuántas ficciones argentinas han abordado los hechos de la última dictadura sin que la relevancia del tema disimule desinterés por el lenguaje cinematográfico? Casi ninguna. ¿Cuántas, de los últimos años, han concentrado sus esfuerzos en la puesta en escena, pensada en función del tema representado? Pocas. ¿Cuántas han ejercido el suspenso con calidad y eludiendo efectismos? Rastreando en la historia de nuestro cine pueden hallarse varias, pero no son muchas.
La larga noche de Francisco Sanctis sale airosa de esos y otros desafíos. Comienza describiendo sin afectación la vida cotidiana del protagonista, padre de familia, habitante de un modesto departamento y empleado lidiando con la frustración de un ascenso que no llega. En ese primer tramo, sorprende la naturalidad de los diálogos y caracterizaciones sin recurrir a exaltaciones dramáticas ni subrayados costumbristas: jefe y compañeros de trabajo son claramente personajes laterales, y pocos rasgos sirven para definirlos, en tanto su esposa –aunque pronto irá quedando al margen de algunas decisiones– aparece afable y nunca ridiculizada. Los movimientos y la economía expresiva de los actores son acompañados por el rigor con el que se utiliza la cámara y una restringida gama de colores. Los indicios para indicar que la acción transcurre en los años ’70 son claros sin redundancias ni estridencias.
La historia empieza a cargarse de tensión cuando reaparece una vieja amiga a pedirle (con enigmática sutileza, cercana a las claves del film noir) que intervenga para avisar a unas personas que serán víctimas de un ataque de los militares pocas horas después. La vida gris, resignada de Francisco Sanctis, se sacude entonces, enfrentándose a la duda y la posibilidad de despertar cierto coraje semidormido.
A partir de allí, el calvario de Francisco por las calles de una Buenos Aires nocturna cobra formas ligeramente fantasmales gracias a un lúcido uso del sonido y una iluminación expresionista, con sombríos destellos rojizos y amarillos asomando en la oscuridad de esa travesía que tiene menos de aventura que de indagación en la conciencia. En esa ciudad reconocible y al mismo tiempo ajena hay algo de Invasión (1969, dir. Hugo Santiago), y en la búsqueda-escape de Sanctis pueden encontrarse ecos también de un film más inconsistente y olvidado, Hay unos tipos abajo (1985; dir. Rafael Filipelli-Emilio Alfaro).
Si La larga noche de Francisco Sanctis (premiada como Mejor Película en la última edición del BAFICI) transpone una novela de Humberto Costantini, no es para especular con el prestigio de un escritor consagrado, y el hecho de desechar actores populares para encarnar a los personajes (sólo Marcelo Subiotto, visto recientemente en La luz incidente, es medianamente conocido) suma credibilidad a la idea del compromiso no premeditado de seres anónimos con hechos de la Historia. Algunas canciones populares que se escuchan distraídamente o los afiches de una película picaresca en las puertas de un cine (había también una alusión al cine escapista de Jorge Porcel durante la dictadura en Sofía, de Doria) ayudan al cuadro de época, siempre levemente desplazado, tendiente a la abstracción. El miedo es el eje de este ejercicio de suspenso, pero no sólo el miedo a los represores y la muerte: también a las delaciones, a uno mismo, a una vida desapasionada, a los actos a los que pueden llevarnos nuestra desconfianza o algún imprevisto rapto de valentía.
En verdad, el debut en el largometraje de Andrea Testa (Buenos Aires, 1987) y Francisco Márquez (Buenos Aires, 1981) es uno de los más relevantes de los últimos años. El desempeño de los intérpretes, por ejemplo, va más allá de la capacidad del protagonista Diego Velázquez y de los demás: en la elección de esas máscaras y timbres de voz, en la marcación y caracterización, hay un mérito indudable de los directores-guionistas. Del ajustado equipo técnico y artístico vale la pena destacar, asimismo, el trabajo de fotografía de Federico Lastra y el sonido de Abel Tortorelli (de meritorios trabajos previos para Gustavo Fontán, Inés de Oliveira Cézar y otros directores), que crean persistentes sensaciones de inquietud.
Es cierto que la elusión desdibuja la definición –dramática, ideológica– de ciertos personajes, como el joven con el que Sanctis se encuentra en una sala de cine, pero el film lo compensa involucrando al espectador en una intensa experiencia emocional, con el plus de uno de los finales más perspicaces que se han visto en el cine argentino en mucho tiempo.
Por Fernando G. Varea