Este film es notable porque –si bien es lo más nuevo del nuevo cine argentino- ni se acerca a los clichés tan remanidos de joven-que-se niega-a-crecer, o adolescentes-en-la-nada, o niños-ricos-aburridos, y tantos más. Esta película se anima a lo político! Y, a pesar de estar dirigido por dos novísimos directores, muy jóvenes, nacidos después de la dictadura, reflejan el clima que vivimos en aquella época con un realismo y dramatismo estremecedores.
Basado en la novela homónima de Humberto Costantini -militante, compañero de Haroldo Conti- la película relata un día -y sobre todo una noche- de Francisco Sanctis, un mediocre empleado de empresa que sueña con un improbable ascenso y tiene una vida tranquila con su esposa docente y sus dos hijos. Francisco es uno de aquellos que en los años '70 se animó a la militancia -palabra que hoy la han cargado de oprobio, pero que entonces significaba luchar por un mundo mejor y más igualitario- y también tuvo sus escarceos con la literatura. Pero cuando llegó la hora de mayor compromiso, se “abrió”, como tantos otros, que eligieron esa vida oscura y prefirieron no enterarse de lo que estaba ocurriendo alrededor, incluso entre sus propios amigos. Pero el destino… es ineluctable. Le llega a Francisco en la persona de una amiga de aquel período, quien le entrega inopinadamente una información sobre personas que van a ser “chupadas” esa noche. Allí comienza el largo calvario de Francisco, que intentará de uno y otro modo sacarse la responsabilidad de encima, pasar la información, no hacerse cargo una vez más.
Hace tiempo que venimos admirando la calidad de los actores de la escena argentina. Diego Velázquez confirma una vez más su ductilidad, en este caso para encarnar ese burgués pequeño pequeño con aire chaplinesco, cuya máscara de miedo y tensión no lo abandona jamás; Valeria Lois está maravillosa en esos diez minutos como informante (no dejar de verla en estos días en la tablas con Esplendor, la obra de Santiago Loza, en el rol de Natalie Wood), y Laura Paredes y Marcelo Subiotto también excelentes en dos secundarios. Pero el centro de la escena está en Francisco, la cámara nunca lo abandona en su peregrinar por una Buenos Aires nocturna, barrial, portuaria y desértica, casi irreconocible, con una fotografía gloriosa, en cuadros cerrados, planos cortos o primeros planos cerrados, señales del encierro psicológico del protagonista.
Es destacable que en ningún momento se deja traslucir el origen literario del guión, que es de los propios directores. No hay aquí un narrador en off, no hay explicaciones innecesarias o redundantes, no hay militares ni coches con sirenas, tan solo lo que ve Francisco -gente que se esconde, o que huye- y en todo caso es el espectador –y sobre todo el que ha vivido esa época- quien conoce el contexto. Tampoco hay música, a excepción de la inclusión diegética de la canción -entonces tan popular- de Roberto Carlos, Yo quiero tener un millón de amigos, cuando Francisco decide asumir su destino.