Entre el bello poema y la paranoia
Con una puesta en escena opresiva, de ánimo contrariado, la película de Testa y Márquez indaga en la "mayoría silenciosa" de la última dictadura. Un tiempo desenterrado fluye de a poco, por grietas que horadan lo que no es más que una superficie.
Cuando Francisco Sanctis camina la noche, el tiempo se extraña, se dilata, mientras el personaje mira fuera de cuadro como si esperara la aparición de la amenaza que late. Es 1977, Sanctis sabe que está metido en algo que quisiera evitar. Teme ser descubierto pero nada lo incrimina. Sus pasos resuenan, tienen eco, el silencio pesa. No es el mismo tratamiento formal, pero la situación dialoga con la huida paranoica de Julio de Grazia en La parte del león, allí cuando él escapa con el dinero, y mira con sudor frío lo que le rodea.
La situación para ambos títulos es la misma, son los años de la última dictadura cívico‑militar. El caso del film de Adolfo Aristarain es paradigmático, por ser de 1978 y registrar realmente lo que las calles vivían. La larga noche de Francisco Sanctis, de Andrea Testa y Francisco Márquez, tiene igual mérito, por adentrarse en la memoria, desde un personaje que también mira de reojo lo que sucede, mientras se focaliza en su abismo personal. Francisco Sanctis es la persona que se ve. Pero hay más.
Lo que se ve es al empleado de oficina, pendiente del ascenso. Con familia a cuestas y ganas de dejar el cigarrillo. La rutina es clara: trabajo, billar con amigo, vuelta a casa. Pero hay un llamado y todo se conmueve. Se trata de Elena (Valeria Lois), una vieja compañera, tal vez novia. No está claro. En todo caso, hay un poema también viejo, de tiempos remotos, que Sanctis alguna vez escribió. Ella se lo quiere publicar. El encuentro entre ellos desoculta la intención verdadera, que es el pedido de ayuda para salvar a dos personas que serán capturadas por la policía, esa misma noche.
Acá aparece, de a poco, el otro Sanctis: cuando era joven, tenía amistades y ganas de vivir diferentes. Otros amores, seguramente canciones. Un tiempo desenterrado fluye de a poco, por grietas que horadan lo que no es más que una superficie. Pero esta cobertura no deja de ser dura, sometida al acostumbramiento doctrinario, familiar, laboral. La película, por eso, es el enfrentamiento del personaje consigo mismo, a partir del descubrimiento de un dilema que no ha quedado resuelto, y que reaparece con la figura de esta dama fantasma, que conduce un Renault 4.
Al respecto, la atención hacia el diseño sonoro es magnífica. Predomina el silencio, no hay bullicio, no hay ruido de ciudad. Sino un silencio pesado, quebrado por sonidos que lo molestan. De esta manera, cuando Sanctis y Elena viajan en el auto, lo que se escucha es este mundo interior, cerrado sobre sí. Esa cápsula de ruidos casi desvencijados y funcionales que tenían los automóviles de aquella época. Otro tanto cuando sea el turno del colectivo. Lo que sucede afuera quedará empañado por el vidrio, fuera de foco o en segundo plano. Nunca se explicita nada, no hace falta.De manera acorde, la dirección fotográfica prefiere el valor tonal frío, en donde predominan los marrones, los colores caídos, sin vida, detenidos y retenidos. Si el silencio no debe ser molestado, tampoco deben hacerlo los colores.
De esta manera, se construye un mundo opresivo, en donde se respira con jadeo. El humo de los cigarrillos no ayuda. El bar con el diálogo despreocupado del amigo (Marcelo Subiotto) tampoco. Sanctis está por explotar, pero no lo parece. Toda la película descansa sobre él, es decir, sobre la caracterización notable de Diego Velázquez: un rostro sin sobresaltos lo define; cuando surge la novedad de la poesía, hay algo de ilusión que recuerda, sonríe, luego vuelve al rictus apocado, de bigote y pelo prolijos. Casi como un personaje trágico, Sanctis reincide en aquello de lo que presuntamente prefiere huir. Pero las direcciones son paradójicas: su manera de huir ha sido la de quedarse en lo conocido, en hacer vista y oídos sordos, en estar pendiente ‑seguramente‑ de las novedades del inminente Mundial de fútbol. Una huida que no es sino cerramiento autoimpuesto.
La sensación de este agobio, de este malestar, empieza temprano, con el desayuno en la cocina chiquita, con las tostadas y el café muy caliente. Un letargo, una somnolencia que continúa en la oficina. Como si se nadara en una ciénaga. Pero, vale recordar, alguna vez se escribió un poema. Sólo uno. Habrá que buscarlo en las cajas viejas, desempolvarlo y releerlo. A veces basta con un poema.