Scott Cooper no sabe bien qué tipo de cine quiere hacer, si uno que hurga en la crudeza de la vida cotidiana de la clase trabajadora norteamericana o un relato que apuesta a la metáforas y la grandilocuencia. La película pasa de uno al otro más o menos al mismo tiempo en que abandona el drama de Russell y Rodney para probar suerte en el terreno de la venganza: de las miserias de todos los días del dúo protagónico, el guión acentúa cada vez más el tono trágico (Russell va a la cárcel por un accidente de tránsito y Rodney vuelve quebrado de Irak) y le deja espacio para crecer a Harland, el villano despiadado que interpreta Woody Harrelson y que no guarda ninguna relación con el universo de los hermanos Baze. No es que la película fuera demasiado sutil en su primera parte, pero de alguna manera la humanidad de los personajes y la precariedad física y mental en la que se consumen diariamente resultaba creíble; el retrato áspero de estos tipos working class ganaba en potencia con cada plano del barrio, cada diálogo balbuceado o inconcluso, con cada gesto rudo de camaradería de esos que suelen escapar al ojo del cine mainstream. Los mejores momentos son las breves pinceladas que la película realiza de los trabajos manuales de Russell, ya sea trabajando en la fundición, limpiando el piso de la cárcel o arreglando la casa paterna. A esa atención puesta en las labores materiales se suma Release de Pearl Jam para signar la primera parte con un clima impresionante, de una vitalidad y una tristeza al a vez notables. Las actuaciones en general están bien, pero es sobre todo la presencia de Casey Affleck la que termina de imprimirle la coherencia necesaria al conjunto. No es casual que las pocas películas norteamericanas recientes que hablan de la clase trabajadora de manera más o menos convincente cuenten con algún Affleck en los créditos: Desapareció una noche, Robo en las alturas y Atracción peligrosa, las tres se encargan, de formas diferentes y apelando a géneros distintos, de volver la mirada de Hollywood hacia una porción de la sociedad que el cine estadounidense parece haber ido olvidando gradualmente desde el estallido del New Hollywood. Por eso no resultan casuales todas las referencias que hace La ley del más fuerte a El francotirador, aunque el vínculo con la película de Michael Cimino se limite solo a unas cuantas similitudes desperdigadas a lo largo del relato y nada más.
La película no era en absoluto sutil, decíamos, pero eso no le restaba del todo su potencia inicial: a pesar de explotar demasiado la situación de abandono de sus protagonistas (como en la escena del padre agonizando en una cama) y de la sobreactuación que ocasionalmente se adueña de los intérpretes (el grito en la cara de Rodney a su hermano cuando le cuenta lo que vio en Irak), el drama cobraba una dimensión puramente física poco frecuente. Pero el guión se vuelca decididamente hacia el relato de venganza: Affleck, que con su sola presencia funcionaba como el anclaje más sólido con la geografía emotiva del barrio, sale del relato, y el peso de la historia se traslada a los hombros de Bale y de Woody Harrelson. Bale está más contenido que en otras películas (su Russell felizmente no tiene nada del grotesco de Escándalo americano), pero Harrelson confirma una vez más que lo suyo es la actuación barroca y sobrecargada, imposible de sintonizar con cualquier clase de realismo, como ya lo había dejado más que claro en True Detective. Es en este punto y con el nuevo reparto de protagonismos que La ley del más fuerte se olvida del drama social de la primera parte y se decanta por la exhibición desencajada de la violencia y el crimen que campean en la marginalidad. Una pobre elección estética de Cooper anuncia el cambio de registro: el montaje paralelo entre el viaje de Rodney a una peligrosa pelea clandestina, y la caza y posterior desangrado de un ciervo. Esa metáfora grosera rompe definitivamente con cualquier aspiración de realismo y la película pierde el tono distintivo que, un poco a los tumbos, había podido construir en su primera mitad. De ahí en más, Cooper, que había tenido un muy buen debut con Loco corazón, transforma su película en otro aparato discursivo más con aires de importancia que habla gravemente de cosas como la muerte, el amor y la venganza y que se olvida de a poco del mundo que había sabido construir. La última escena, extensa y olvidable, parece gritar su propio significado lo suficientemente fuerte como para que a nadie se le escape el sentido del mensaje final.