La simplificación de un mito clásico
Película rara La leyenda de Hércules. Rara porque está hecha con un desgano e ineptitud inhabitual para una industria a la que podrán achacársele los mil y un defectos, pero difícilmente la falta de profesionalidad. Quizá la berretada más cara del cine americano de los últimos años (casi 70 millones de dólares de presupuesto), deudor directo de la estilización épica de 300, Spartacus, Furia de titanes, Inmortales y demás, apropiación simplona y superficial de un mito clásico, ganador indiscutible al premio a los diálogos más graves y sobreescritos en la historia de las “películas de togas” hollywoodenses –peplum–, el film impone, entonces, la necesidad de una visión dispuesta a no tomarse nada demasiado en serio. O, aún mejor, a tomarse todo como un gran ejercicio humorístico y autoconsciente perpetrado por Renny Harlin, cinco veces candidato a los premios Razzie (suerte de anti Oscar entregado un día antes de la gran velada) al peor director.
El reloj avanzó quince, veinte minutos y en la película ya pasó de todo. A saber: Amphitryon invadió Argos, desafió a su rey y lo destronó. Su mujer, la reina Alcmena, desesperada por la tiranía del hombre, le pide ayuda a Zeus y éste, cual Espíritu Santo, germina en su vientre a un hijo al que ella llamará Hércules. Veinte años después, la criatura mitad humano y mitad Dios es todo un hombre (un tronco absoluto con pinta de modelito de Calvin Klein llamado Kellan Lutz, cuyo antecedente más notorio es el de haber sido el chongo de Miley Cyrus en algunas fiestas a fines del año pasado). Que además está enamorado de la princesa de Creta, a quien quieren casarla con el “hermano” de Hércules. ¿Cómo eliminar la variable del corazón ante un matrimonio por conveniencia? Fácil: mandando al musculoso a un frente de batalla en Egipto para que lo masacren. Corte y al plano siguiente llega el escuadrón a una muerte segura. Porque La leyenda de Hércules desplaza a sus personajes de un escenario a otro –todos impúdicamente digitales, por supuesto– sin siquiera una escena que le confiera al asunto un mínimo gramaje emocional o progresión dramática, convirtiéndose en la película con menos escenas de transición que se haya visto en mucho tiempo.
Ya podrá suponerse que si todo saliera según lo planeado no habría película, así que el tipo sobrevive convertido primero en esclavo y luego en un poderoso luchador, condición que le permitirá negociar su participación en una suerte de Champions Lea-gue sanguinaria en Grecia y, con ella, el regreso para la revancha y el reencuentro con la amada de turno. Reencuentro que se dará con el aura intensa del sol bañándolo todo. ¿Pero por qué un cinco y no menos? Porque es inevitable, al menos para este cronista, no rendirse ante la gracia causada por una película chorreantemente grasosa, irresponsable de sus propios actos y siempre al borde del ridículo –el borde del otro lado, no de éste–. Artefacto con destino de trasnoche en cineclubs habitués de lo bizarro, La leyenda de Hércules es tan mala que termina arrancando algunas sonrisas. Que ése sea el efecto buscado es otra cuestión.