El justiciero de la jungla
La leyenda de Tarzán tiene un inicio muy prometedor. La acción se desarrolla a fines del siglo XIX en el Congo, un país africano cuyas tierras, se encarga de aclarar explícitamente la película, se repartieron las potencias coloniales. Es una secuencia que recuerda por su dinamismo y plasticidad la apertura de Los cazadores del arca perdida, pero aquí quien lidera la expedición no es el aventurero carismático que inmortalizó Harrison Ford, sino un personaje antipático, violento y ambicioso que representa los intereses de Leopoldo II, el rey belga que amasó una enorme fortuna personal explotando los recursos naturales congoleños sin ningún prurito. El malvado esclavista que se desplaza a sus anchas por la selva africana con un impecable traje de tonos claros y un rosario cristiano que usa ocurrentemente como arma letal es Christoph Waltz, un actor que después de brillar en Bastardos sin gloria como un despiadado militar nazi parece condenado a este tipo de roles.
David Yates, director de las cuatro últimas entregas de la exitosa saga cinematográfica de Harry Potter, maneja muy bien la tensión previa al enfrentamiento entre un grupo de invasores visiblemente atemorizados y los guerreros nativos, amenazantes, cubiertos de ceniza y listos para defender su territorio. Terminado ese primer combate, donde la pólvora se impone por sobre la sagacidad y la valentía, quien llega para terciar en el conflicto es el mismísimo Hombre Mono, criado en la selva, pero ya resocializado en el poderoso imperio británico y en pareja con una mujer tan bella como de armas tomar (la australiana Margot Robbie, que compone una Jane tan seductora como temperamental). Con ellos viajará al África para poner las cosas en su lugar un emisario del gobierno norteamericano.
Una serie de flashbacks sintetiza el pasado de este Tarzán justiciero, ecologista y de cuerpo tallado, encarnado sin muchos matices por el sueco Alexander Skarsgård. Repiten una historia conocida hasta el hartazgo y terminan empantanando por un rato un relato que de movida prometía más. Cuando los malos de la historia secuestran a la arrojada Jane, la película se empieza a apoyar en la sociedad entre Tarzán y ese funcionario americano -interpretado con la solvencia de siempre por Samuel L. Jackson- que sabe perfectamente que la nación a la que sirve no ha sido con los nativos de su propio territorio mucho más benévola que el desalmado Leopoldo II. Jackson aporta aplomo, humor y profundidad psicológica, eleva el piné de una película de aventuras que abusa de efectos digitales no del todo logrados, pero que mantiene un buen ritmo narrativo, más allá de esas densas remisiones a un pasado que podría haberse resumido mucho más. Aun con esas dificultades del guión y con su carga de corrección política y sensiblería, La leyenda de Tarzán es eficaz como entretenimiento, su objetivo más evidente.