Normalmente, cuando se estrenan nuevas versiones de personajes recurrentes de la historia del cine, me gusta armarme un minifestival monotemático para revisitar las anteriores, o aprovechar para ver las que me faltaban. En el caso de Tarzán se me complicaba. El señor de la jungla fue muy adaptado, ya desde las primeras décadas del cine, y sus versiones cinematográficas aparentemente rondan las varias decenas.
La leyenda de Tarzán vuelve al Tarzán civilizado de la obra original de Edgar R. Burroughs, nada de Chita ni de “Yo Tarzán, tú Jane”, y lo inserta en un Congo con Contexto Histórico. Hay algo de denuncia políticamente correcta en el medio sobre los horrores del Colonialismo, y aunque hay dos malos al final solo el aborigen merece redención. Léon Rom (Christoph Waltz), personaje histórico real, le secuestra la mina a Tarzán (Alexander Skarsgård) y este debe recorrer medio Congo para rescatarla, acompañado por George Washington Williams (Samuel L. Jackson), otra figura real de la época convertido en una especie de sidekick inútil. Jane (Margot Robbie) cumple un rol de damisela en apuros y nada más. Hay cierta ingenuidad en sus interpretaciones que es consistente con la estructura del guion y con el intento de recuperar el espíritu de la aventura clásica.
En ese sentido, las intenciones detrás del film parecen honestas, por eso sus problemas parecen provenir menos de decisiones erradas que de pura pereza. La extrema linealidad de la trama y sus personajes vagamente definidos son acompañados por pocas ideas visuales, con un trabajo de CGI (lo “hecho por computadora”) bastante mediocre para una superproducción y escenas de acción incomprensibles. Los únicos momentos bellos son los planos NatGeo de África, sin personajes vacíos ni animación trucha molestando, son la única aparición de algo verdadero en la pantalla. Para llenar tiempo, una serie de flashbacks interrumpe la acción constantemente, muchas veces con información que ya había sido entregada por diálogos previamente. La estampida final, con Tarzán explotando sus poderes de arreo de ganado, lleva la torpeza al punto más alto y cierra el film a los tumbos.
Parecido a lo que sucedió recientemente con Warcraft, La Leyenda de Tarzán demuestra que a veces no alcanza con tener las mejores intenciones para llegar al buen cine.