Perdido y a los tumbos entre las lianas.
Sin pizca de humor, esta enésima versión del hombre mono oscila entre el historicismo a contracorriente del original de Edgar Rice Burroughs, un serial por entregas que era puro pulp, y la ligereza de aventuras que en algún momento habrá querido ser y no fue.
Sobretrajinada, la nueva versión de Tarzán (el sitio imdb releva cerca de un centenar, sólo en cine) pasó no sólo por muchas manos sino por los más diversos enfoques a lo largo de más de una década, y el resultado de tanto tome y traiga está a la vista. Los guionistas John August (Charlie y la fábrica de chocolate), Stuart Beattie (la primera Piratas del Caribe) y Craig Brewer fueron algunos de los que probaron suerte. El propio Brewer, Stephen Sommers (La Momia) y Gary Ross (la primera Los juegos del hambre) estuvieron entre los candidatos a dirigirla y en algún momento se mencionó que se seguiría como modelo la saga Piratas del Caribe. Tom Hardy (el último Mad Max), Henry Cavill (el último Superman) y el actor británico Charlie Hunnam (el próximo Rey Arturo) sonaron como posibles Tarzanes, y dos Emmas, Watson y Stone, fueron candidatas a Jane. Resultado final: el británico David Yates, director de las cuatro últimas Harry Potter, aparece al frente de un guion escrito por Brewer y un tal Adam Cozad, con el sueco Alexander Skarsgard (True Blood, Melancholia) colgándose de las lianas y la australiana Margot Robbie (El lobo de Wall Street) como la hembra que no es Cheeta (no hay Cheeta en la película, en verdad). Sin pizca de humor, esta Leyenda de Tarzán oscila entre el historicismo –a contracorriente del original de Edgar Rice Burroughs, un serial por entregas que era puro pulp– y la ligereza de aventuras que en algún momento habrá querido ser y no fue.
El comienzo es historicismo puro. A fines del siglo XIX, las grandes potencias imperiales se reparten el mundo. Al Primer Ministro británico, interpretado por Jim Broadbent (aparece dos minutos al principio y uno al final) y a un tal George Washington Williams, enviado del gobierno de Estados Unidos (Samuel L. Jackson, con una peluca chata y bigote recto que le dan un parecido con Eddie Murphy) le llama la atención que el Rey Leopoldo de Bélgica, quebrado como está, se haya puesto a construir vías férreas allá en el Congo, país cuyo control la rubia Albión comparte con el vecino de Francia. Su Majestad necesita enviar un espía (ya se sabe cuánto le gustan los espías a Su Majestad) y no hay mejor espía que el que conoce la zona. Y quién la conoce mejor que John Clayton III, o Lord Greystoke, criado por los monos, a quien allá en la selva los nativos bautizaron Tarzán (Skarsgard, hijo del famoso Stellan, protagonista de films del Dogma danés y de la serie River, entre cientos de otras piezas).
John no quiere ir pero Williams lo convence. John no quiere llevar a su esposa Jane, indómita rubia estadounidense (tiene que haber personajes de ese origen, y que sean tan heroicos como la audiencia de ese origen gusta verse, para que la película funcione allí), pero Jane lo convence de ir. John no quiere que lo llamen Tarzán pero en la selva va a estar Tarzán de acá, Tarzán de allá. Todos convencen a Tarzán, debió haberse llamado la película. Falta el malo y si alguien quiere un malo en la actualidad tiene que llamar a Christoph Waltz, el malo de Tarantino (del mundo Tarantino viene también Samuel Jackson, pero parece ser sólo una coincidencia). Waltz no hace de malo alemán sino de León Rom, malo belga, que trafica diamantes para su rey. Algunos de los diamantes que cierto rey negro le dio son a cambio de una presa codiciada: Tarzán, que no sabe nada del asunto y se dirige de cabeza hacia el ajuste de cuentas que el rey le tiene preparado.
Waltz hace de malo perverso, capaz de degollar gente con la correa de un rosario. De malo refinado: es Christoph Waltz, y eso quiere decir que va a hablar saboreando cada letra como un caramelo envenenado. Que va a invitar a la víctima desprotegida (Jane) a una cena de lujo en su barco, con cubiertos de plata. Que es esclavista y conduce un ejército de mercenarios con el que se propone tomar el Congo. La fase pulp de La leyenda de Tarzán incluye furiosos gorilas digitales, saltos de liana en liana, elefantes amigos, amenazantes hipopótamos y cocodrilos, estampidas de búfalos en 3D y pilas de corrección racial (Williams, improbable diplomático afroamericano de fines del siglo XIX), histórica (Williams se arrepiente de las matanzas de la Guerra de Secesión) y genérica (la “macha” Jane se libera de sus carceleros tirándose de cabeza al agua llena de fieras, tanto como lleva de la nariz a su musculoso marido).
Advertidos de la solemnidad imperante (Skarsgard es más serio que Palito Ortega), los productores intentaron hacer de Samuel Jackson el ladero cómico. No lo lograron. Se habrán consolado con su papel de noble diplomático estadounidense. Skarsgard es una figura rarísima: tiene rostro de ángel rubio, mirada melancólica y tórax de patovica en pleno abuso de esteroides.