Debe ser una cuestión personal, lo sé, pero estoy convencido de que los héroes, leyendas y relatos pertenecen a su propio tiempo. Todo manotazo al pasado es un manotazo de ahogado, y aun cuando Iron Man, Batman, o el Spider Man de hace diez años hayan llenado los bolsillos de varios, sus recreaciones son embutidos artísticos, impotentes al momento de ocultar la costura. Ahora mismo en las redes la gente empieza a mostrar nostalgia por el Batman de Adam West, por el pop, el camp, las malas de pin-up, y porque no hay nada más antisistema que una batibarriga. Y lo mismo ocurre con Tarzán. Tarzán era el Johnny Weissmüller que veía mi viejo en las matiné de los cines de Avellaneda, o el Ron Ely larguirucho, flaco y de pecho algo hundido (hoy no pasaría la prueba de extra) que yo veía en Sábados de súper acción. O el dibujito hecho a las trompadas en los ‘80, donde el hombre mono se reía como un Guasón hinchado de esteroides.
Aclaro: no tengo nada contra el flamante Tarzán sueco de Alexander Skarsgård, que previamente hizo a un vampiro vikingo muy verosímil en la serie True Blood. Las chicas morirán cuando Alex haga un strip a lo Golden (bué, de la cintura para arriba) para un mano a mano contra un gorila sacado. La Jane que hace Margot Robbie tampoco defrauda, para que los muchachos no dejen a sus novias de a pie. Pero la cuestión de fondo, lo importante, es que la idea resulta rancia. Hoy el único superhéroe posible al modo clásico es el superhéroe retirado. La concepción del súper hombre, solo contra el resto del mundo, parece vintage; por eso Watchmen es tan interesante, y por eso su adaptación al cine es la única que resulta, más que convincente, contemporánea.
En ese sentido, La leyenda de Tarzán elude en apariencia el makeover del cine contemporáneo. A diferencia de muchos héroes recauchutados (en particular, el Batman de Christopher Nolan), el Tarzán de David Yates, director y casi dueño de la franquicia de Harry Potter, no tiene una vida reinventada; el espectador no asiste, una vez más, al nacimiento del mito. Aún más: en su primera escena, Tarzán ya fue y vino del África. Ahora es John Clayton, de la dinastía Greystoke, y una comitiva anglo-belga trata de convencerlo en Londres para regresar al Congo y supervisar las tareas humanitarias del rey Leopoldo. Clayton/Greystoke/Tarzán olfatea algo raro, pero el emisario americano George Washington Williams (Samuel L. Jackson) lo persuade y ambos viajan junto a una Jane que en el Congo no se embarrará las manos ni tocará una liana.
La invitación es una carnada. El mercenario Leon Rom (Christoph Waltz) busca diamantes para levantar el default del rey belga con las potencias europeas, y una tribu le ofrece la cantera madre a cambio de la cabeza del hombre mono (una subtrama con deficitario trabajo de guion). Junto a la actuación de Waltz, esta especie de inversión de la lógica colonialista es casi lo único rescatable de la película. Por lo demás, Tarzán y Jane son filólogos que hablan dialectos congoleños con fluidez, rápidos y letales como ninjas, y tienen una relación con la tribu amiga que parece Fitzcarraldo filmada por Terrence Malick en un mal viaje de ácido. El pobre Samuel hace lo que puede (y se le nota el cansancio). Los gorilas, la especie a la que Tarzán debe su crianza, son criaturas en CGI fieras y violentas, como filtradas por accidente del pendrive rechazado para otra Planeta de los simios o King Kong. O sea, Edgar Rice Burroughs se retuerce en su tumba.