Crossfit en la selva
La película La leyenda de Tarzán retoma al clásico personaje en tono realista, aunque la impericia de su director deja como resultado un entretenimiento tibio.
Este Tarzán modelo 2016 tiene un parentesco con los reboots de superhéroes en tono realista: psicología compleja, estética cuidadosamente sucia, entramado político, excedente de personajes secundarios y cierta ambigüedad moral que relativiza los bandos.
La historia empieza con un Tarzán adulto llamado John Clayton. Tiene título nobiliario, está casado con Jane y da vueltas por Londres a finales de siglo 19. Los funcionarios de la Corona le piden que vaya como diplomático al Congo, mientras que el villano de turno, Christoph Waltz, urde planes con esclavos y diamantes.
En el arranque se da por sentado el conocimiento del mito en los espectadores, pero de pronto el guion decide lo contrario y empieza a narrar, mediante flashbacks sistemáticos, la infancia torturada de Tarzán, su contacto con Jane y demás viñetas innecesarias, insertas para enganchar a públicos analfabetos. Esta recapitulación, además de sobreexplicar lo que era mejor sugerir, rompe la linealidad clásica del género de aventuras y desinfla los climas de la historia central.
Volver a forjar la leyenda de Tarzán perjudica en particular la actuación de Alexander Skarsgård, comprometido en reflejar con sus ademanes cierto salvajismo domesticado, una síntesis trágica entre Tarzán y John Clayne, entre civilización y barbarie. Sus gestos son parcos, forzosos, y su mirada es tan estúpida y bondadosa como la de un animal enfermo de melancolía. Actoralmente, este sueco logró algo interesante, en sintonía con la sequedad que el director David Yates intentó imprimir sobre el resto del filme.
También debe mencionarse esa fijación que el marketing previo instauró sobre el físico del actor: una obra maestra de la genética con ayuda de meses de crossfit. Semejante expectativa en torno al sex appeal de Alexander Skarsgård crea un fetiche inmediato cuando se saca la camisa, relegando su destreza interpretativa a la exactitud de sus abdominales.De todos modos, es el último responsable de que el filme no funcione..
David Yates fue cómplice del deterioro de la saga Harry Potter, y aquí se debate entre una estética cruda y un guión aturdido: escenas desalmadas junto a secuencias de acción surreales, con cámaras rasantes y ralentís antes de que se provoque un impacto. Esta indecisión logra momentos involuntariamente cómicos, alteraciones caprichosas en los personajes y algunos giros para destrabar el conflicto que rozan la idiotez, proponiendo a los animales como una instancia superadora de la sociedad.
Lo ideológicamente escalofriante es que dentro de la sabiduría instintiva del animal se agregan a los nativos del Congo. Así, Tarzán no sólo es un mediador entre hombres y animales, sino también entre hombres, subhombres y animales. Una sutil vuelta de tuerca al mito del buen salvaje.