De la charla de un grupo de viejos cazadores en la Italia de fines del siglo XIX surge la historia de Luciano, joven barbudo y generalmente ebrio empeñado en abrir una puerta que la autoridad decide mantener cerrada. “Quiero vivir como me parezca” se defiende, durante la primera parte de un film en el que confluyen la calidez del sol, la frescura del agua, los impulsos instintivos, las canciones autóctonas, la cría de animales, lo salvaje y lo bucólico, trayendo a la memoria algo del cine de los hermanos Taviani (El sol sale también de noche) y Ermanno Olmi (La leyenda del santo bebedor). En determinado momento, comienza un segundo relato en Tierra del Fuego, el culo del mundo (así aparece en un texto sobreimpreso), con Luciano como sacerdote salesiano, lidiando con otros exploradores y buscadores de oro en busca del mismo botín. Esta parte, hablada en castellano, en la que los imponentes paisajes patagónicos –magníficamente aprovechados por el director de fotografía Simone D’Arcangelo– son atravesados por enfrentamientos y disparos a la luz del día, tiene un efecto menos arrebatador, aunque hay sinceridad y encanto suficientes a lo largo de todo el film.